Desde un punto de vista histórico, la idea de milagro ha estado ligada habitualmente a sucesos que, al menos aparentemente, desafiaban las leyes o el curso habitual de la naturaleza. En la actualidad queda muy poco espacio para esa clase de milagros, porque, en general, el público ha estimado sensato no creer demasiado en ellos y, ante las dificultades que se oponen a sus deseos y propósitos, recurre a emplear soluciones racionales, tecnológicas o de otro tipo, pero nunca espera, de entrada, que un cáncer se cure mediante rezos o que un incendio se apague con una nevada en plena canícula.
La necesidad de creer en los milagros no ha desaparecido, sin embargo. Por sorprendente que resulte, esa actitud crédula ante lo inverosímil se ha instalado a sus anchas en la política, creando un venero casi inagotable de ingenuidad y buenas intenciones que los profesionales del ramo aprovechan con auténtica maestría.
Como todos los acontecimientos de índole prodigiosa, esta milagrería política también tiene su teología. El credo subyacente es bastante simple, empieza por la certeza de que “los Estados no quiebran”, y se perfecciona con algunas verdades de género pícaro, una especie de piedad popular, del tipo de “el que no llora no mama”, o “leña al mono hasta que se aprenda el catecismo”.
No es por casualidad que esa creencia milagrera en el carácter inagotable de los bienes gratuitos y a demanda se haya hecho muy habitual
A parte de las ventajas inherentes a cualquier lógica del egoísmo, ¿cómo es posible que funcionen generalmente bien estas milagrerías políticas? No es por casualidad que esa creencia milagrera en el carácter inagotable de los bienes gratuitos y a demanda se haya hecho muy habitual. Hay corporaciones dedicadas a explotarla, a sacarle todo el beneficio posible. No hay otra forma de comprender, por ejemplo, la conducta de quienes, ante la pérdida de un contrato para suministrar buques de guerra a un Estado antipático, deciden tomar las calles de la población que soporta el astillero hasta que el Dios Estado provea, es decir, hasta que alguien asegure a los perjudicados que su mal se repartirá entre todos para que apenas se note, y que ellos, los aparentemente perjudicados por el desastre, acabarán ganando, recibirán lo mismo, o acaso un poco más, sin necesidad de esforzarse en construir barcos. Nadie negará que se trata de un milagro de verdad, y que merece la pena seguir apostando por esa fe que mueve montañas y proporciona tales beneficios.
¿Cómo es posible que el sano escepticismo ante el comportamiento natural no haya triunfado en el campo de la política? La razón está en que el público, en general y mal que bien, tiene ciertos rudimentos de Física y de Biología, sabe, por ejemplo, que los pájaros no maman, pero, a cambio, carece de la menor información sobre el funcionamiento de la economía, al tiempo que está al cabo de la calle de la tendencia de los políticos a resolver sin demasiados cálculos los problemas que les agobian, de manera que todo el mundo sabe que a Dios no se le puede apretar para que obre un prodigio, pero al político se le puede exigir que nos arregle el asunto que sea.
Esta actitud, que los políticos saben aprovechar con esmero, es la que ha convertido a las políticas sociales en un remedio que pretende dejar mal parado al milagro evangélico de los panes y los peces
Esta actitud, que los políticos saben aprovechar con esmero, es la que ha convertido a las políticas sociales en un remedio que pretende dejar mal parado al milagro evangélico de los panes y los peces. Es muy frecuente que cuando el público acabe cayendo en el fraude, como pasa ahora en Venezuela, la cosa ya no tenga remedio. Es una terrible constatación que ciertos políticos de izquierda no dudan en arruinar su país con tal de afianzarse, para siempre, en el poder, aboliendo cualquier especie de propiedad privada, con excepción de la de sus secuaces, naturalmente puesta a buen recaudo en algún paraíso.
Pues bien, mientras no se extienda la sospecha de que cuando se nos habla de incrementar las políticas sociales, de aumentar el gasto público, y se haga, además, sin apenas concretar, sino es genéricamente, en qué se va a gastar, debemos ponernos en lo peor, estaremos dándole cuerda incesante a la milagrería política.
En este punto no hay demasiada distinción, desgraciadamente, entre las políticas de las izquierdas y las de amplias variedades de las derechas. En España, por ejemplo, el señor Rajoy, que se daba fama de austero, ha dejado la deuda pública casi medio billón de euros por encima de la que heredó de Zapatero, y según algunos debiéramos consolarnos de que el roto no hubiera sido mayor en manos de algún secuaz del anterior, pero se podría desafiar a cualquiera a que nos explique cuáles son las políticas sociales que han justificado ese exceso, qué es lo que está mucho mejor ahora que en 2011. La respuesta no está en el aire, es un puro misterio, como corresponde a tan milagrosas políticas.
Los milagros siempre se han llevado bien con los misterios, y el funcionamiento real del gasto público es uno de los más enormes y enigmáticos con los que se haya enfrentado nunca el ciudadano medio, completamente incapaz de comprender la naturaleza de gastos que están a años luz de su idea de lo que valen las cosas. La incompetencia cognitiva al respecto es tan grave que los ciudadanos, y, cabe temer, que incluso los jueces, aceptan como normal una explicación como la de los dirigentes de la Junta de Andalucía que se han declarado completamente ajenos al destino preciso de más de ochocientos millones de euros dilapidados en el fraude de los ERE, como si esa tarea de vigilancia fuese no solo imposible, sino indigna de atención para personajes tan principales.
Los milagros siempre se han llevado bien con los misterios, y el funcionamiento real del gasto público es uno de los más enormes y enigmáticos con los que se haya enfrentado nunca el ciudadano medio
El ciudadano se escandaliza de la corrupción, pero tarda en caer en la cuenta de hasta qué punto resulta casi incontrolable desde el momento en el que miles de personas, funcionarios y políticos, controlan a su manera decenas de miles de millones de euros en políticas que los ciudadanos creen haber demandado y ante las que casi siempre se muestran insatisfechos, porque la tendencia al aumento en el consumo de dineros públicos es por naturaleza irreprimible, ya que casi nadie se preocupa por el despilfarro de un dinero que o “no es de nadie”, como presumía una ministra española supuestamente culta, o siempre nos parece poco en la medida en que supongamos que nos beneficia.
¿Cómo no va a haber milagros en un terreno en el que los cálculos se han hecho casi imposibles? Téngase en cuenta que, de no existir las ecuaciones, todavía creeríamos que la tierra es plana y que está quieta a la espera del espectáculo cotidiano de un Sol saltimbanqui. Es casi imposible que con cifras tan abrumadoramente grandes y complejas de gasto público, y con unos controles chapuceros y muy interesados en que fluya la pasta, no se produzcan auténticos atracos al interés común, y, desde luego, que muchos políticos fomenten una ignorancia financiera rayana en el disparate. En España, ¿por qué será?, los neocomunistas de Podemos han puesto el grito en el cielo porque una profesora haya pretendido enseñar a los niños cosas tan elementales en Economía como no creer que los bebés vengan de París en medicina ginecológica.
Podemos han puesto el grito en el cielo porque una profesora haya pretendido enseñar a los niños cosas tan elementales en Economía como no creer que los bebés vengan de París en medicina ginecológica
Todo favorece, en contra de un mínimo buen sentido, que el gasto público genere más gasto público, del mismo modo que el consumo de medicina, como ya dijo Ulrich Beck, que no es ningún peligroso neoliberal, provoca demanda de más medicina. Lo que no es normal es que los ciudadanos que pagamos, de uno u otro modo y con frecuencia repetidamente, estos festines presupuestarios de las políticas públicas no dejemos de creer en su carácter milagroso y empecemos a demandar mucho mejores sistemas de controlar sus efectos, su rentabilidad, su oportunidad y su justicia. Creer que el crecimiento del gasto tiene siempre un efecto positivo para todos debería estar ya tan desprestigiado como la creencia en el perpetuuum mobile o en las posibilidades del “motor de agua” para impulsar los automóviles.
Mientras siga habiendo miles o millones de votos para los políticos cínicos y/o ignorantes que nos prometen el cielo incrementando constantemente los “gastos sociales” y las políticas de ese género, sin explicar jamás mínimamente a qué exactamente se refieren, estaremos amenazados de ir a parar a lugares tan inhóspitos como la Caracas de hoy día. En la ciudad de Madrid los populistas de izquierda que ahora gobiernan organizaron un considerable escándalo al hablar de los miles de niños que pasaban hambre y lo urgente que era atenderles, pero no creo que nadie recuerde una sola fotografía de estos sujetos dando de comer a un niño malnutrido en algún edificio al efecto. Ese es otro de los milagros de las políticas sociales, que las mentiras nunca se tienen en cuenta si se han dicho con la buena intención que de manera bastante idiota todavía se les sigue suponiendo.
Foto Derneuemann
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