Finalmente llegó el día y Trump triunfó con mucha más holgura de la que todas las encuestas vaticinaban, llevándose los 7 “Swing States” y obteniendo más votos totales que su rival, algo que en las anteriores ocho elecciones un solo candidato republicano había logrado. Me refiero, claro está, a George Bush hijo en 2004.

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Seguramente con el correr de los días habrá tiempo para analizar con más precisión los números y, con ello, las razones que los explican de manera más concluyente, pero al menos preliminarmente algunos bosquejos más o menos sensatos se pueden realizar.

A la izquierda tampoco le importa la realidad, solo agitar el fantasma del monstruo. Nadie sabe cómo pueden desarrollarse los hechos o si Trump enloquece y deviene un líder fascista, pero lo cierto es que entre 2016 y 2020 eso no pasó

A propósito, hace algunos días leía Por qué se rompió Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump, un libro de Roger Senserrich cuyo sesgo anti Trump es marcado pero que aun así ofrecía un apunte a tener en cuenta: aun si Trump hubiera perdido esta elección, existen condiciones estructurales que explican su emergencia. Trump no sería así la anomalía sino uno de los retoños naturales de aspectos institucionales generales insertos en el corazón de la república estadounidense, sumado a la deriva adoptada por el partido republicano. En otras palabras, para Senserrich, hay Trump porque Estados Unidos abrevó de una tradición poco democrática existente ya en el espíritu de la Constitución legada por los Padres Fundadores; una desigualdad estructural y nunca del todo resuelta entre norte y sur; los cambios institucionales y en el sistema electoral que se empezaron a dar especialmente a partir de los años 60, y el modo en que las alas más reaccionarias del partido republicano se hicieron hegemónicas a partir de la utilización de discursos populistas basados en el resentimiento.

Esta perspectiva es de resaltar porque nos corre automáticamente del lugar común de un Trump producto de un combo explosivo entre un giro reaccionario de las sociedades acaecido por generación espontánea, sumado a Fake News y gente muy mala diseñando algoritmos para manipular gente tonta y/o protofascista. En todo caso, si hay algo que objetar al libro de Senserrich es haber omitido la responsabilidad del partido demócrata en la irrupción de un fenómeno como Trump. Porque, no hay que olvidar, la transformación de los demócratas merece más que una mención a pie de página.

En este sentido, algunos números preliminares elaborados por la CNN y El País ofrecen datos interesantes, confirmando la mayoría de las tendencias que venían dándose al menos desde 2016 y matizando, solo en parte, algunas otras. En resumidas cuentas: entre los varones, Trump ganó por 10 puntos y, entre las mujeres, perdió también por 10 aunque en 2020 había perdido por 15 puntos; entre los jóvenes de hasta 29 años perdió por 13 pero, en ese segmento, en 2020, había perdido por 24 frente a Biden; entre los blancos ganó por 12 aunque en 2020 había ganado por 17 y entre los negros perdió por 74 puntos, casi lo mismo que en 2020. Donde se vio un importante avance de Trump es entre los latinos: en 2020 había perdido en esa franja por 33 puntos y, en esta elección, la diferencia se achicó a 8 puntos.

Entre los universitarios, Harris ganó por 16 puntos contra los 12 de diferencia que había obtenido Biden, pero entre los no universitarios Trump ganó por 10 cuando 4 años atrás había ganado allí solo por 2 puntos.

En cuanto a las zonas, Trump subió sustancialmente en el ámbito rural triunfando por 27 puntos contra los 15 de diferencia obtenidos en la elección presidencial anterior y, entre los considerados votantes independientes, Harris ganó por 5 puntos, bastante poco si lo comparamos con los 13 de ventaja obtenidos por Biden en 2020.

Como les decía, estos números en general confirman las tendencias y el perfil que fueron adoptando ambos partidos en los últimos años. El partido republicano liderado por un magnate ha logrado representar especialmente a la población de varones blancos no universitarios, trabajadores de zonas rurales y/o de los viejos cordones industriales, aquellos más afectados por la globalización. Del otro lado, las grandes ciudades progresistas de las costas y con ello los beneficiarios de las políticas identitarias, especialmente mujeres universitarias y afroamericanos. Todo esto, claro, a grandes rasgos.

Si esto ya supone desde algunos años poner todo patas para arriba, el abrazo a la lógica populista que encarna Trump lo ha enfrentado, además, al Deep State, las grandes corporaciones y las usinas de hegemonía cultural, esto es, los grandes medios y las universidades. Esto puede explicar, como indicaba José Carlos Rodríguez en The Objective,  que el 78% de las noticias acerca de Harris hayan sido en tono positivo mientras que el 85% de las noticias sobre Trump hayan tenido el tono opuesto.

El fenómeno es curioso: van a la universidad, lo primero que les enseñan es la palabra “subjetividad” y luego les indican que toda reflexión sobre lo real se hace desde una determinada perspectiva. Sin embargo, luego, ingenuamente, creen que su microclima es representativo de la realidad. Pasó con toda la industria cultural, con Hollywood a la cabeza, y pasó con los medios. Por cierto, tienen todo su derecho a tomar partido y a hacer campaña por quien quieran. Lo que no pueden es hacerlo y, al mismo tiempo, presentarse como neutrales. Algo similar sucede con las audiencias: se quejan de la polarización, pero le exigen a sus diarios favoritos que tomen posición; luego denuncian, con razón, a los forajidos que tomaron el Capitolio pero callan sobre las políticas identitarias y de ingeniería social que hicieron mucho más daño a la convivencia democrática que ese lamentable suceso.

Hablando de microclimas, una mención para las burbujas en las que se desenvolvieron muchas encuestadoras y analistas. Si bien fue menos vergonzoso que lo ocurrido en 2016, volvieron a equivocarse y cuando el error siempre se repite para el mismo lado, o supone un sesgo inobservado o es lisa y llanamente manipulación. En cualquier caso es grave y el recorrido ya lo sabemos: inflaron los números de Harris instalando una remontada épica para luego hablar de empate técnico hacia el final y así convocar a la movilización del electorado. Ante el resultado adverso, la excusa de siempre: el voto del candidato que no nos gusta da vergüenza y la gente no lo menciona en las encuestas. Y todo cierra: nosotros no nos equivocamos y el voto del otro es tan repugnante que sus votantes no se atreven a expresarlo en público.

Llega entonces el momento en el que las vanguardias esclarecidas del progresismo, dado que no se animan fácilmente a afirmar que el pueblo se equivoca, indican que el pueblo fue manipulado: Fake News, algoritmos, Elon Musk y “los hechos alternativos” alguna vez reivindicados por la administración Trump se unen para el combo exculpatorio perfecto.

Y por supuesto que la derecha se pelea con la realidad cuando abraza un sinfín de delirios conspiranoicos, pero la izquierda no se queda atrás cuando ha fracturado la sociedad con una divisoria artificial y cuando incluye en el centro del debate público a nivel mundial materias reñidas no solo con los valores occidentales sino, lo más importante, contra toda verdad científica que no se ajuste a la ideología del neopuritanismo disciplinador.

La negación de la realidad que impulsa el progresismo se observa también en las respuestas a este tipo de derrotas, siempre variadas, pero nunca adecuadas. A veces el argumento es “faltó explicar mejor”. Es decir, es un problema de comunicación, de la forma en que se transmiten contenidos y valores que, en caso de no haber interferencias, convencerían a toda la ciudadanía. O sea, estamos en la verdad y ustedes están equivocados. Solo nos falta explicarlo mejor para que la gente, que es idiota, lo entienda.

En otros casos, otro ensayo de presunta autocrítica amaga con revisar los fundamentos, pero solo confirma los sesgos para radicalizarse. Así, si Trump gana no es porque las políticas progresistas, en nombre del bien, le jodieron la vida a un montón de gente inocente que de repente es acusada, como mínimo, de poseer privilegios de los que carece, sino porque esas políticas no fueron lo suficientemente radicales. En vez de frenar, reflexionar y observar por qué en todo el mundo está sucediendo que hay una reacción por derecha, en particular, de varones trabajadores, blancos y heterosexuales, pero también de mujeres que incluso alguna vez pudieron abrazar ideas progresistas, la conclusión es que hay que profundizar. Un “no nos equivocamos en lo hecho. Nos equivocamos en no haber hecho más de ello”. Radicalizar siempre y, si es posible, con apoyo económico del Estado o de las ONG. Pero el polarizador es el otro.

E insisto, a la izquierda tampoco le importa la realidad, solo agitar el fantasma del monstruo. Nadie sabe cómo pueden desarrollarse los hechos o si Trump enloquece y deviene un líder fascista, pero lo cierto es que entre 2016 y 2020 eso no pasó. Es decir, ya hay un antecedente y todas las distopías de progresismo de “espacios seguros” no se cumplieron. Habrá sido un mal o un buen gobierno, con características particulares que nos pueden gustar más o menos, pero lo hizo dentro de las instituciones. Incluso fue juzgado y condenado en medio de la carrera presidencial y también se lo implicó en los desafortunados episodios del Capitolio donde su responsabilidad directa es más que discutible. Y francamente, sea de izquierda o de derecha, salvo casos muy excepcionales, lo mejor es que el candidato pueda presentarse en las elecciones y que sea la gente la que elija. Los intentos de proscribir candidatos con artilugios judiciales nunca acaban bien. Y no puede llamarse “Lawfare” solo cuando la persecución se hace sobre líderes de izquierda.

Lo mismo sucede con los “lenguajes de odio”. A Trump casi le vuelan la cabeza y hubo aparentemente otros dos intentos de matarlo en los últimos meses. Por supuesto que una de las consecuencias de las retóricas violentas puede ser que la violencia vuelva sobre el emisor, pero ¿acaso no puede haber influido en la mente de esos asesinos el hecho de que constantemente y durante años se instale que ese señor es Hitler, Mussolini, que va a quitarle el derecho a las mujeres, a los negros y a los gays…? ¿No es eso lenguaje de odio también? Porque nos puede gustar más o menos, pero Trump no es nada de eso. No puede ser que, si el atacado es de izquierda, la culpa sea del lenguaje de odio de la derecha, pero cuando el atacado es de derecha, el responsable sea también el mismo lenguaje de odio de la derecha. ¿El odiador es siempre el otro? ¿Las sociedades se dividen entre los que aman y los que odian y, a su vez, cada uno de esos grupos votan a partidos diferentes?

En cuanto a política exterior, una vez más, ¿de dónde ha salido que con Trump es más probable que se desate una guerra? Los antecedentes de su administración, donde evidentemente logró controlar a “los halcones”, juegan a su favor y lo ha repetido en campaña. Además, la administración Biden no ha contribuido a la paz mundial, por cierto. Fueron más bien los demócratas los que abrieron y continuaron batallas que algunos acusan hasta de genocidios, aunque, claro está, son guerras que se libran con igualdad, inclusión y respeto por las disidencias, excepto en el campo de batalla, claro.

En todo caso, lo que preocupa a cierto establishment es el repliegue de Trump, tanto en lo que respecta a su proteccionismo en el plano económico, como en lo que refiere a una política internacional no atlantista que dé un vuelco tanto en Ucrania como en el conflicto en Oriente Medio donde Biden y Europa han demostrado incapacidad y complicidad en la extensión de unas guerras que pueden escalar de manera dramática en cualquier momento.

Para finalizar, el progresismo tiene un motivo para celebrar, por las mismas razones que el progresismo, inconscientemente, celebró la llegada de Milei en Argentina: ahora tiene en frente al mal encarnado contra el cual podrá ejercer el rol de víctima esencial y abrazar la indignación diaria cuando tenga la razón y cuando no la tenga también.

Pusieron una mujer no blanca a disputarle la presidencia a la máxima expresión del monstruo, el monstruo perfecto, aquel que condensa todo lo que hay que combatir: un hombre rico, vulgar, populista al que acusan de misógino y homofóbico.

Lo enfrentaron con la máxima expresión de la política identitaria del partido demócrata: apoyada por el establishment, no importaba qué hiciera Kamala ni cómo fue designada. Importaba lo que era, una mujer no blanca que, en tanto tal, debía ser buena porque era de las nuestras.

Y perdió contra el candidato contra el cual no se podía perder. Si les sirviera de lección para revisar políticas de cara al futuro, tendríamos mejores gobernantes tanto de un partido como de otro. A la luz de la historia reciente y de las primeras reacciones, no parece que sea el caso.

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