El sol ha salido por el este, la primavera se despereza sobre los últimos fríos del invierno, y Marine Le Pen ha perdido las elecciones presidenciales en Francia. Todo acaece según lo previsto.

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Es cierto que yo esperaba un resultado más ajustado. 18,8 millones de franceses ha optado por Emmanuel Macron, dos millones menos que en 2017. La derrotada Le Pen ha obtenido un apoyo de 13,3 millones de votos, casi 3 millones más que hace un lustro. La diferencia entre ambos candidatos, por tanto, se ha reducido en 4,6 millones de personas, poco menos de la diferencia que aún le ha separado a Marine Le Pen de los Campos Elíseos (5,5 millones de votos).

Cederle al Frente Nacional el monopolio de referirse a la realidad tal cual la viven millones de franceses, fue una mala idea. Esos franceses, incluso los que seguían votándoles, sabían que los partidos políticos eran unos mentirosos

No se trata de mera numerología. Cuando uno observa quién vota a uno y otro candidato, puede pensar que la desesperación de Madame Le Pen seguramente no es completa. Los franceses más jóvenes le votan a ella: tiene una ventaja de entre 18 y 10 puntos hasta los 49 años, empata con Emmanuel Macron en la cincuentena, pero pierde ante los mayores de 60 años por una diferencia de 40 puntos (70 frente a 30).

¡Ah, los mayores! ¡Cuánto les hemos insultado los politólogos cuando optaron por Donald Trump, cuando le otorgaron la mayoría absoluta a Mariano Rajoy o cuando aportaron la diferencia necesaria para la victoria del Brexit! ¡Qué finos análisis hicimos al mostrar la paradoja de que decidan el futuro de un país quienes sólo tienen pasado! ¡Cómo nos gustamos entonces y con qué elocuencia callamos ahora!

Macron no tendrá un tercer mandato, pero es difícil que las elecciones de 2027 no sean aún otro referendum sobre Marine Le Pen. Y el tiempo juega a su favor. El descontento es joven y el miedo, añoso. Y la flecha del tiempo juega a favor de la dama populista. La Unión Europea respira; pero respira fuerte.

Para entender el significado de estas elecciones tenemos que irnos atrás. Al menos, dos semanas atrás, cuando se celebró la primera vuelta de las elecciones. En ella, el Partido Socialista, que alzó a la presidencia al antecesor de Macron, François Hollande, y con la alcaldesa de París de candidata, sólo ha recabado el interés del 1,7 por ciento de los electores. La otra gran formación política francesa es el gaullismo arrejuntado bajo la marca Republicanos. Contaban con otra buena candidata, Valeríe Pécresse. Pero sólo le ha votado un 4,8 por ciento de los franceses. Hasta ahí han llegado los partidos franceses.

Lo que ha triunfado son las plataformas creadas en torno a un líder. Es el caso de Macron, claro, pero también de Jean-Luc Mélenchon, Yannick Jadot o Éric Zemmour. Entiendo que los votantes desconfían de los partidos políticos, y sólo otorgan su voto a unos líderes que se consideran con la fuerza o la audacia suficientes para operar los cambios que esperan.

La excepción, claro, es Reagrupación nacional. Es el único gran partido que se mantiene, e incluso crece. ¿Por qué? Sobre todo porque es el partido del descontento. Le vota la mayoría de los empleados. Le votan dos de cada tres obreros. El mundo rural. Las familias con rentas bajas. Los jóvenes que no votan a Mélenchon. Y uno de cada cinco votantes del propio Mélenchon. Otro posible motivo de que Reagrupación nacional sea el único partido que sobrevive es que siempre fue, en realidad, una plataforma personalista. El antiguo Frente Nacional ha estado liderado por un Le Pen desde 1971.

Ese descontento, que explica el cruel declive de los partidos políticos en Francia, es también el motivo de que dos de cada cinco franceses quiera ver a Marine Le Pen en la primera magistratura del Estado francés. Y hay que explicarlo antes de que en cinco años los politólogos se esfuercen en explicar el armagedón que se cierne sobre Europa si gana la política francesa, una vez más.

Tradicionalmente, el principal mensaje del Frente Nacional era nacionalista, nativista y contrario a la libre inmigración. Todos los partidos despreciaban a Jean Marie Le Pen, no es para menos, y le negaban no sólo el acceso a las instituciones, sino su capacidad de referirse a la realidad con sus palabras. No rechazaban sólo su repulsivo racismo, sino la posibilidad de que la realidad social a la que él apuntaba pudiera ser cierta en algún sentido. No, los inmigrantes no se quedan con empleos que podrían haber sido para los franceses. No, el crimen no se reproduce en los barrios con mayor inmigración. No, sus actitudes frente a las creencias de los franceses no son intolerantes. Y así todo.

Pero esas realidades, esos conflictos inevitables cuando llegan a un país riadas de personas procedentes de culturas muy distintas, iban ganando en importancia. Y en lugar de reconocer lo que pudieran tener de cierto y responder con medidas políticas liberales, comprensivas, cargadas de sentido común, de amor por lo propio y una genuína voluntad de integración, la respuesta política de los partidos franceses fue la negación. Y el “pacto republicano”. El mecanismo de la segunda vuelta, pensado para frenar el peligro comunista, funcionó a la perfección para detener el acceso del Frente Nacional a la Asamblea Nacional, a los Ayuntamientos, a las regiones. Y a la presidencia.

Por algún motivo, cederle al Frente Nacional el monopolio de referirse a la realidad tal cual la viven millones de franceses, acabó por no ser un éxito. Esos franceses, incluso los que seguían votándoles, sabían que los partidos políticos eran unos mentirosos. Y ¿qué decir de los medios de comunicación? Marine Le Pen sólo tuvo que matar al padre (le expulsó de su propio partido), y modernizar su mensaje para convertirse en el primer partido de Francia.

Por otro lado, Le Pen ha engarzado el nacionalismo sobre nuevas tendencias. La deslocalización ha dejado sin empleo a muchos trabajadores que no saben hacer otra cosa que laborar en una fábrica, y que no han tenido el talento, o la disposición, de adaptarse. Y encuentran en el partido de Le Pen a alguien suficientemente alejado de un sistema que les ha fallado como para votarle.

Por otro lado, el Estado del Bienestar siempre se concibió acompañado de un cierto control de la población, incluyendo en ello la inmigración. Marile Le Pen ha cogido la fórmula, pero para trocar medios y fines: el Estado de Bienestar, del que es la defensora más acérrima, es su medio para poder sostener un control de la inmigración.

Por último, sostiene la fuerza electoral de Reagrupación nacional el intento de ciertas élites de imponer sus políticas sobre la voluntad de los pueblos, por medio de consensos de oscuros orígenes pero de eficacia política indudable. Eso a lo que se refieren algunos, imagino, con el nombre de “globalismo”.

Quienes critican que Marine Le Pen es la antipolítica deberían tener en cuenta que sólo se puede calificar su éxito, y un 40 por ciento de voto lo es, por el fracaso previo de la política. Ella representa un mal remedio a un grave problema cuyo origen no está en la sociedad, sino en quienes quieren ahormarla según sus caprichos.

Foto: Gilbert-Noël Sfeir Mont-Liban.


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