Todavía resuenan las palabras de Ana Iris Simón con las que desmontaba el especioso y frágil discurso del Gobierno, a pocos metros de su presidente Pedro Sánchez.

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Esas palabras hablaban de una juventud que avanza trémulamente por la vida, pisando débilmente y a tientas sobre un terreno inseguro, plagado de trampas; doloroso. Una juventud que troca el optimismo por el desengaño, y la mirada al futuro por el pasado de cuando sus padres eran jóvenes.

Falló la política, lo hace siempre. Y hemos fallado, como sociedad, al no incidir en que tenemos la opción y, por tanto, la responsabilidad de salir adelante sin estar pendientes de que los poderes públicos nos solucionen la vida

Estas mismas ideas las ha recabado el diario El País en un reportaje cosido con los testimonios de una veintena de jóvenes. Se repiten las mismas ideas. Pero la redactora del reportaje, Patricia Gonsálvez, evita mencionarla minuciosamente. Hace bien, porque busca que el protagonismo sea el conjunto de la juventud española, no una mujer que está en la rampa de lanzamiento de una carrera que puede ser meteórica.

Es verdad que veinte es una muestra mayor que la que eligió Carlota, en el mismo diario, para convencernos de que la de los jóvenes de hoy pertenecen a una generación timada.

La idea que más me llama la atención es la del desengaño. Sí, la del timo. El lamento habla de promesas incumplidas. Andreu Ruiz, de 27 años, dice: “Me prometieron que si estudiaba tendría una vida feliz, y sin embargo no es así”. Es interesante, porque son promesas cargadas de magia: si tú realizas el rito de aprobar una carrera, “la sociedad” te proveerá de un trabajo bien remunerado.

Esa magia es una metaideología; es algo que va más allá de los sistemas políticos de pensamiento. La magia une el discurso público con los fenómenos sociales, y éstos con tu propia vida. La política está tan presente, se ha dado tanta importancia a sí misma, que ha convencido a una parte importante de los jóvenes de que sus promesas tienen mucha relevancia. Y de que sus bienes, su vivienda, su coche, su renta futura, depende de que los políticos hagan lo que es debido. Los políticos, sí, pero no ellos.

L. González, de 31 años, dice: “La Constitución dice que todos tenemos derecho a una vivienda digna. ¡Ayuda ya, por favor!”. ¿Cuál es el mecanismo que hace que esas palabras escritas en la Constitución desde unos despachos se materialicen en una oferta adecuada para una demanda latente? No se sabe. Lo que sabe esta joven es que a ella, como a todos, le han prometido una vivienda-digna, y no ha firmado una escritura.

Guillem Vallés, de 27 años, dice que “sólo puede soñar” con “un proyecto vital que incluya vivienda, familia y un trabajo estable”. Otra dice: “Ser joven de clase trabajadora es soñar con lograr ser algún día un adulto funcional”. Se enfrentan a una vida convencional como si fuera un ideal inasible, fortuito, que en absoluto dependiera de sí mismo. Enrique Zamora, de 23 años. Licenciado en periodismo y con un master en escritura creativa, sentencia: “Es triste, pero he decidido desechar los discursos románticos del esfuerzo”.

Porque es eso lo que falta, la fe en que el propio esfuerzo, bien dirigido, es la clave para salir adelante. Y la conciencia de que esta es una carrera larga, que dura, sí, toda una vida. Esa desconexión entre los bienes de que habla la política y las realidades de la propia vida no parece tan extraña si uno mira qué ha hecho con su vida.

No se trata de sacar “una carrera”, sino de adquirir un conocimiento que te permita hacer algo que la sociedad desea fervientemente. Gonsálvez recoge el testimonio de un joven, (Jorge Torres, 26, consultor tecnológico), que dice: “He conseguido comprar un piso y vivir solo. No he tenido ayuda de mis padres. La mayoría de los jóvenes no tiene filosofía de ahorro. Prefieren disfrutar del momento”. Con 26 años, pero con una formación que le sitúa en el mundo tecnológico, no habla de promesas rotas, no dice “Crecimos con unas ideas que ahora mismo parecen un manual de instrucciones desfasado”, como una periodista de 29 años que también habla para El País.

No es necesario seguir su camino. Hay millones de ellos y muchos no están siquiera trazados. Lo fundamental es asumir que en última instancia dependemos de nosotros mismos. Y que tengamos el talento de identificar qué podemos hacer que otorgue valor a los demás; el suficiente como para que podamos vivir de ello.

Con una o dos excepciones, los jóvenes que han hablado con el periódico miran a otro lado para explicar su situación. La periodista que ha cosido todos estos testimonios, precisa: “En muchos de los mensajes, los jóvenes culpan de su situación a la irresponsabilidad de sus mayores, a los excesos de la burbuja inmobiliaria y al consumismo descontrolado que desembocó en la primera de las crisis entre las que han crecido, la de 2008”.

Ese desconcierto ante su propio fracaso tiene incluso consecuencias en la salud mental. “Muchos se quejan de que la Seguridad Social no cubre el tratamiento psicológico que necesitan”, dice la periodista. No deja de ser significativo que una de las más lúcidas sea también la más joven. Una estudiante de Bachillerato, de 18 años, que dice: “Somos una generación nada preparada para fracasar o para hacer frente a la realidad, puesto que no nos ha fallado jamás nada”.

Falló la política, lo hace siempre. Y hemos fallado, como sociedad, al no incidir en que tenemos la opción y, por tanto, la responsabilidad de salir adelante sin estar pendientes de que los poderes públicos nos solucionen la vida.

Foto: Marina Vitale.


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