Dicen los que saben de estas cosas que a Boris Johnson le ha pasado factura su fábrica de mentiras y, de ser cierto el caso, no sería mala noticia, pero me temo que no sea fácil desligar sus mentiras del pandemónium en el que parece haberse convertido la política británica. Es posible que un gobierno más tranquilo y un horizonte más despejado (que no hiciese a los diputados conservadores pensar con miedo en su reelección) pudieran haber ayudado a los británicos a soportar las fechorías de Johnson con mayor flema.

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Aún con esas dudas, es buena noticia que se castigue al mentiroso, porque la mentira de un político no es una mentira más, es algo más grave. Hannah Arendt observó que lo que merece sanción moral en la Biblia no es la mentira, sino el falso testimonio. La mentira suele ser, en ocasiones, algo que tiene que ver más con la autodefensa que con el intento de causar daño, mientras que el falso testimonio es siempre agresivo, trata de perjudicar a alguien. Los niños mienten muchas veces de la primera manera, para evitar la reprimenda, por ejemplo, o para no ser controlados y poder hacer su gusto, pero hace mucho tiempo que los políticos han perdido esa clase de inocencia, de forma que sus mentiras son siempre casos de engaño, de falso testimonio, intentos de perjudicar a sus rivales y, sobre todo, al público. Mentir supone negar a los ciudadanos el derecho a conocer la información correcta para así manipularlos mejor.

En el Reino Unido son muchas las cosas que van mal y es muy extenso el descontento con el gobierno, pero eso no ha sido obstáculo para que los diputados conservadores, primero unos pocos, luego muchos, exigieran a Boris Johnson que dimitiese como primer ministro. ¿Se imagina alguien algo parecido en España?

Lo que es esperanzador en el caso de Johnson es que perviva un cierto nivel de conciencia de que la mentira de un político es intolerable. En España ya no ocurre tal cosa y nos tomamos la mentira del político casi como una cualidad estimable, algo así como cuando un publicitario nos acaba sugiriendo que si compramos su automóvil tendremos gran éxito en los amoríos. A muchos nos parece de difícil pase la mentira publicitaria explícita, como cuando se nos dice que una crema nos rejuvenecerá, pero toleramos mejor la mentira publicitaria que es, por así decir, creativa, la que suelta nuestra imaginación hasta mundos de ensueño.

En el mundo político son muchos los que empiezan con mentiras halagadoras, con sugerencias fantásticas, por ejemplo, cuando Pedro Sánchez se hizo retratar como si fuese un presidente norteamericano, con su avión privado y todo, porque debió pensar que no era mala imagen para sacudirse el recuerdo de Rajoy mucho menos glamuroso que el recién llegado. Pero tales estratagemas tienen un vuelo corto, apenas cien días se suele decir, porque enseguida empieza el personal a impacientarse con las sucesivas demoras del paraíso prometido. Es entonces cuando los políticos empiezan a mentir a modo, a dar falsos testimonios de todo tipo, pero con la añadidura de que, como tienen un poder bastante grande, exigen que un amplio coro de cortesanos de diversas especies, desde coadjutores a editorialistas de medios afines, empiecen a mentir con él, a hacer que su poder oculte la verdad que interesa mantener en lo más oscuro.

La literatura clásica ha inventado un apólogo perfecto para este fenómeno, es el cuento sobre el traje del emperador, esa situación en la que tiene que ser un niño, alguien que en realidad no comprende el conjunto de la escena, quien grite que el rey está desnudo, para que se desvanezca, al menos en parte, el imperial embuste. Conviene hacerse una pregunta, ¿hay alguien que cumpla hoy en día ese papel tan liberador? Lo que sí sabemos con certeza es que en muchos lugares a quien se atreve a desmentir al que manda lo acaban enchiquerando. Se supone que en las democracias no pasa eso, desde luego, pero es porque las cosas se han complicado sobremanera.

Para empezar, la política funciona sobre un eje binario gobierno/oposición y eso no favorece que las verdades desnudas, las que no tienen amparo, puedan andar solas por el mundo. La opinión se llena de verdades a medias, de afirmaciones de una cosa y de proclamas de lo contrario, una atmósfera que favorece la polarización y que se ve acrecentada por ella en un proceso que parece no tener fin. La teoría dice que eso se corrige con medios de comunicación independientes, con instituciones de la vida civil que no se dejan reducir al compadreo, por diputados y senadores atentos a los intereses de sus electores, etc. Pero esas condiciones están tendiendo a desaparecer en todas partes, perecen ante la fuerza arrolladora del militantismo y el dogmatismo y suponen una amenaza poderosa para el futuro de la democracia, sin duda alguna. Cuando se escucha decir a observadores de la política norteamericana que la democracia en los EE. UU. puede correr peligro, la razón no puede ser otra que el que la mayoría de los políticos, y de los ciudadanos a quienes representan, ha perdido de vista que existe, que debiera existir, un objetivo común a todos ellos y que ese propósito no puede ser la aniquilación del contrario.

En España llevamos unos cuantos años consagrados a la aniquilación, al menos a intentarlo. La izquierda y los nacionalistas se han propuesto que el PP jamás pueda volver a ganar unas elecciones, un designio que no creo que esté a su alcance, pero que han perseguido a cara descubierta, sin el menor rubor. Por el lado contrario también han aparecido intentos de borrar lo que haga falta, y así estamos envueltos en un clima de denuncia de nuestro pasado, discutiendo sin parar sobre orígenes y pactos y poniendo la Constitución en entredicho, sin duda mucho más de lo que conviene.

Es urgente, por tanto, restablecer el valor de las verdades de hecho, que unos y otros sepan reconocer la diferencia que existe entre sus deseos y el estado de las cosas, que se respeten más los datos, la independencia de instituciones que se crearon, en concreto, para evitar que los excesos del partidismo se lleven por delante a la democracia misma. Pero eso no puede hacerse sin que en la sociedad civil, en el vivir de cada día, se cultive un espíritu de libertad de conciencia y se ponga coto a esta especie de batalla ideológica, cultural y política de todos contra todos que no redunda en beneficio de nadie (bueno, sí que hay quienes sacan su pequeño provecho) y que parece estar hecha para que los españoles volvamos a vivir momentos crueles y vergonzosos de nuestra historia común.

En el Reino Unido son muchas las cosas que van mal y es muy extenso el descontento con el gobierno, pero eso no ha sido obstáculo para que los diputados conservadores, primero unos pocos, luego muchos, exigieran a Boris Johnson que dimitiese como primer ministro. ¿Se imagina alguien algo parecido en España? Los diputados suelen obedecer a pies juntillas lo que les dice el líder del partido, y más cuando el partido está en el gobierno. En la oposición puede haber mayores oportunidades para la indisciplina, como se ha visto en el caso reciente del acoso a Pablo Casado, pero es muy significativo que eso haya sucedido no tanto por discrepancias políticas de fondo, sino por una pelea, bastante desigual, por cierto, en el seno del partido.

No se puede pretender que tengamos unas instituciones angelicales en las que se persiga siempre, la verdad, la justicia y la decencia sin desmayo, porque los seres humanos no somos de tan buena pasta, pero sí que existan sistemas para que se pueda discrepar sin que la discordancia se reserve en exclusiva para motivar la lucha a muerte con el adversario. Las democracias se han construido para eso, para que lo que esté en cuestión no sea el provecho de unos contra otros sino la edificación de un orden mejor para todos, y en ese proceso, siempre ha jugado un papel el respeto a la verdad de los hechos y la sanción al que convierte su discurso en un falso testimonio permanente, aunque sea con la excusa de defender valores inmarcesibles. El respeto a la verdad es el respeto a los demás, una condición indispensable de la libertad y de la igualdad esencial entre los seres humanos. En el parlamento de Westminster todavía quedan restos de tales creencias y eso representa un pequeño motivo de esperanza.

Foto: Chatham House.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web