La libertad es una virtud ligada a la esencia misma del ser humano y sobre cuya base se construye una idea intrínseca del hombre que lo hace un ser social y un ser político, esto es, sujeto de derechos, deberes y garantías frente al Estado. La libertad entendida, por supuesto, no desde el punto de vista de la división social entre hombres ‘libres’ y esclavos carentes de tal virtud en el sentido clásico, sino como la característica que le otorga al ser humano su facultad de ser integrante de la sociedad y cuya vida la construye de forma autónoma, según su proyecto vital. Esto es, la libertad como virtud o facultad de un individuo comprendido como parte de un grupo social y no fuera de él y, por tanto, dentro del marco de los derechos y deberes de los otros sujetos, que desarrolla su vida bajo la prescripción de la ley y no excluido o redimido en ella.

Publicidad

El concepto de libertad como derecho y reconocimiento en la sociedad y frente al poder público, en consecuencia, genera certidumbre a las personas y les permite prosperar de acuerdo con sus aspiraciones y construir sus relaciones con los otros, con los que comparte un entorno sea cual fuese: familiar, laboral, social, cultural.

La solución no pasa por reemplazar la democracia liberal, tal y como hoy la conocemos, por el de la democracia popular o asamblearia, llamada así en los países con regímenes populistas-autoritarios

En ese sentido, en el contexto en el cual vivimos hoy, es preciso detenernos en la propuesta de ‘libertad’ que plantean algunos grupos en su intento de disfrazar sus intenciones en la búsqueda de mensajes que los proyecte como los verdaderos defensores de los derechos de los ciudadanos y de su libertad.

Frente al concepto correcto de los liberales que apelan a una idea de libertad individual y negativa, entendida como la virtud que termina donde empieza la de los demás, el marxismo clásico, inspirado en los ideales del filósofo alemán, usan tal concepto como justificación y no como garantía, es decir, creen en una libertad comunitaria y positiva, donde los individuos deban someterse en primer término a la masa y cuya libertad se vea delimitada en la medida en que esa colectividad se lo permita. Se trata de una imposición más que un derecho reconocido por los otros.

Hoy somos testigos de cómo el comunismo y el ‘socialismo real/extremo’ presentan una línea de continuidad entre el concepto marxista de libertad y los resultados nefastos para la humanidad que han significado en la práctica. Vemos cómo distintos partidos políticos y sus portavoces alzan banderas vinculadas a una ‘ausencia de derechos’ o a la insatisfacción de las demandas presentes en la sociedad para calar un mensaje radical que pretende, en última instancia, dividir a la sociedad y desgastar las instituciones.

En ese sentido, resulta curioso que sean los partidos políticos de corte populista o de extrema izquierda quienes propongan la ‘democracia participativa’ como la solución a los problemas que presenta la democracia liberal como institución, si es que consideramos que tiene, verdaderamente, flecos que resolver en cuanto a sistema y en cuanto a forma de gobierno. Si tenemos en cuenta que la democracia presenta algunos fallos, la resolución de ellos no viene dado por un cambio de orden procedimental, ni de cambio radical del sistema que haga que la democracia, como forma de gobierno tal y como hoy la conocemos, deje de existir.

Para ello, en las democracias occidentales emergen partidos políticos que proponen un cambio radical del esquema político, promoviendo entre otras cuestiones, una mayor participación o un control social de la ciudadanía, amparándose en el paradigma ateniense de democracia antigua, la cual se acercaba a este funcionamiento, en el que los ciudadanos de la Polis ejercían una gran parte de sus derechos políticos de forma directa. Pero la verdadera diferencia con nuestros días radica en la idea ya no del número de ciudadanos que ejercían esos derechos ni el tamaño de los Estados (mucho más reducidos en todos lo términos que los actuales), ni en las formas de estructura social, como la esclavitud, sino en la idea de libertad que entonces existía y la que hoy tenemos los ciudadanos modernos en las democracias occidentales.

En ese sentido, los portavoces de dichos partidos se amparan en la necesidad de que la ciudadanía tome las decisiones de la política cotidiana a través de asambleas o referéndums, procesos que no están exentos de vicios cuando la intención es transformar las decisiones políticas en decisiones de orden social y cuando se reemplaza el esquema de representación por el de cabildo abierto.

Cierto es que el régimen democrático no es perfecto y no está exento de mejoras que se deben llevar a cabo de forma progresiva cuando sea necesario. No obstante, la solución no pasa por reemplazar la democracia liberal, tal y como hoy la conocemos, por el de la democracia popular o asamblearia, llamada así en los países con regímenes populistas-autoritarios.

*** Mateo Rosales, abogado y máster en Gobierno, Liderazgo y Gestión Pública.

Foto: Tbel Abuseridze.

Originalmente publicado en la web del Instituto Juan de Mariana.

Por favor, lee esto

Disidentia es un medio totalmente orientado al público, libre de cualquier servidumbre partidista, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de publicación depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama la opinión y el análisis existan medios alternativos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.

¡Conviértete en patrocinador!