Una Constitución es un pacto, pero no uno cualquiera, sino aquel que se asienta en dos grandes pilares, el primero la unidad nacional, la conciencia de un pasado y un destino comunes; el segundo, el deseo de proyectar esa concordia nacional en un futuro libre y próspero. Pues bien, para nuestra desgracia, ese pacto esencial que da sentido a una Constitución está siendo roto. Y quienes lo han hecho nos han colocado en una situación en la que no hay, por tanto, otra salida que destruirlo o restaurarlo, sin posible escapatoria.

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La Constitución española de 1978 se consideró, con harta razón, como una Constitución de todos, porque no fue una imposición sino un acuerdo civilizado y razonable. Por desgracia, es obvio que ese pacto no ha sido respetado por los independentistas, primero por los que nos frieron a tiros durante muchos años, y luego por los que usaron el poder político que habían obtenido de manera legítima para destruir la convivencia en Cataluña y contaminar con sus tretas al conjunto de España. Ni unos ni otros conseguirán sus fines últimos, pero nos han causado un daño enorme que hay que curar.

El abandono de hecho que el PSOE y sus socios están haciendo del marco constitucional requiere una respuesta política que vaya más allá de la gresca parlamentaria o de la mera oposición

Lo que ha sucedido a continuación del burdo intento independentista de 2017 ha puesto de manifiesto de manera definitiva que necesitamos una reforma de la Constitución y que ello requiere que todos los españoles podamos pronunciarnos al respecto.  Esta necesidad se funda en que uno de los dos grandes partidos que han gobernado España desde 1977 ha adoptado una política de modificación sustancial del sistema constitucional sin contar con  nadie y amparándose en la incierta idea de que cuanto hace está presidido por la intención de desinflamar Cataluña.

El argumento es peregrino porque lo que defiende, en el fondo, es dar la razón a quienes han atentado contra la unidad nacional con la presunción de que han sido tratados con dureza e injusticia por las instituciones constitucionales. La premisa oculta de este proceder reside en la afirmación de que los soberanistas catalanes volverán a comportarse como españolazos a nada que se les trate con el afecto debido y se conducirán en el futuro como los más fieles y leales ciudadanos de la patria común. Dicha premisa no se hace explícita en el argumentario del Gobierno de Pedro Sánchez porque no solo es falsa sino absurda por completo y contraria a cualquier evidencia disponible.

¿A dónde quiere ir a parar este Gobierno? Comprendo la pertinencia de la pregunta, pero se responda como se responda a esta cuestión, lo importante es ver que el abandono de hecho que el PSOE y sus socios están haciendo del marco constitucional requiere una respuesta política que vaya más allá de la gresca parlamentaria o de la mera oposición.

El PP es el otro gran partido del 78 y, dadas las circunstancias, está obligado a presentar a los españoles un proyecto de reforma constitucional. Ahora bien, por tal hay que entender no una mera propuesta jurídica sino un auténtico llamamiento a todos los ciudadanos, más allá de su ideología peculiar, a todos los que no quieren ver como se despedaza su Nación y, menos aún, que eso se apoye desde el Gobierno. Reformar la Constitución quiere decir reforzar los puntos por los que ha podido ser atacada con eficacia, la unidad nacional, la lengua común, la solidaridad territorial, el respeto al pluralismo social y político y a los valores básicos que se contienen en la Constitución de 1978, porque todos ellos estarían en un peligro muy serio si en las elecciones generales de 2023 triunfase una coalición como la que ahora mismo se asienta en el ejecutivo.

El PP se equivocaría si se presentase, sin más, como el defensor de la Constitución de 1978, porque eso podría interpretarse como otro intento de reducir la política a la pugna entre dos grandes bloques ideológicos, además de que el PP haría bien en reconocer que no siempre ha estado a la altura de los valores constitucionales que siempre ha defendido con la palabra pero no tanto con sus políticas y esa ambigüedad oportunista y alicorta del PP es lo que ha causado el súbito y persistente abandono de una buena parte de sus electores y lo ha reducido a una fuerza que, ahora mismo, es  incapaz de gobernar.

El PP tiene que diagnosticar de manera correcta el momento político en el que se encuentra España y el lugar que él mismo ocupa en este escenario. Si lo hace, no le costará mucho reconocer que necesita una auténtica transformación si quiere estar a la altura del momento histórico que ahora mismo vivimos. Si se dejase llevar por la inercia, la historia no le perdonará jamás semejante irresponsabilidad.

El Partido Popular necesita escenificar esa gran transformación de manera muy plástica y eso no puede hacerse sin un Congreso que, de hecho, signifique una ruptura con sus errores más obvios.  Necesita presentar un proyecto de reforma constitucional valiente, ambicioso y coherente con lo mejor de la Constitución vigente y para hacerlo con credibilidad tendrá que acreditar no solo un programa electoral distinto sino una auténtica transformación de ese partido en lo que todavía no ha llegado a ser, el gran partido del centro derecha, un partido abierto en sus estructuras, democrático en su funcionamiento, valiente y riguroso a la hora de proponer soluciones de fondo al malestar español.

El PP no puede confiar en que los electores lo reconozcan como un gestor mejor porque no siempre lo ha sido, pero eso tendría que llevarlo a plantear reformas de calado, pues hay que explicar a los electores que no podemos seguir por la senda de cada vez mayor gasto público y con un permanente recurso a la deuda que es lo que nos ha hecho pasar de estar en 2008 por encima del 90% del nivel de renta de la UE a estar ahora mismo 16 puntos por debajo de ese baremo. Este empobrecimiento, relativo y absoluto, supone un problema político de primer orden que los socialistas esperan atemperar con un chorro eterno de ayudas europeas y ante el que el PP debiera llamar al orgullo de los españoles que no quieren ser parias en una Europa próspera, que se consideran capaces de salir adelante y progresar. Todo ello implicará unas políticas muy distintas, basadas en contar la verdad y en confiar en la iniciativa y en la responsabilidad de todos, no en el alivio momentáneo del dinero ajeno.

Nuestra economía no va ni medio bien, el crecimiento previsto en nada se parece al que el Gobierno anuncia, nuestra productividad sigue a la baja, nuestro tejido empresarial no se moderniza ni crece, seguimos dependiendo, sobre todo, del factor trabajo aun con un desempleo gravísimo e insoportable, en especial entre los jóvenes, pese a lo cual se continúa con un incremento feroz de la deuda pública, que nos aplastará a nada que cambien las condiciones de financiación, y con unas administraciones que no dejan de crecer ni de despilfarrar.

El PP no puede dejarse seducir por la aparente calma ciudadana y creerse las consignas del Gobierno sobre que esto marcha fenomenal; tendrá que hacer un esfuerzo enorme para presentar un programa de política económica distinto y creíble, pero se suicidará si se limita a hablar de la unidad de España y de que Sánchez es un tirano, porque si se tratase de crecer a base de la indignación popular es probable que otros lo hagan mejor que ese partido.

El error principal que cometió Pablo Casado es pensar que una vez en el puente de mando del partido y vistos los errores de Sánchez las puertas de la Moncloa se abrirían para él de par en par. Es hasta poco elegante recordar hasta qué punto ese análisis era desquiciado. Feijóo puede correr riesgos muy similares y, de hecho, las encuestas no desmienten esa posibilidad, pero tiene la oportunidad de ser ambicioso, con la nobleza que da el empeño en lo mejor, aunque se equivocará si no se hace consciente, cuanto antes, de que al tran tran, la posible victoria puede quedar en un empate miserable muy lejos de la necesidad común de ofrecer una política con sentido, grandeza y ambición.

Foto: Carolien.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web