Al filósofo presocrático Parménides de Elea le debemos el honor de haber sido el primer pensador en haber introducido en el discurso filosófico el denominado principio de no contradicción. Según el cual no es posible que una afirmación y su negación sean ambas verdaderas en el mismo sentido y en el mismo tiempo. La izquierda siempre ha considerado el principio de no contradicción como insuficiente para explicar el desenvolvimiento de lo real. Ha preferido ver, en la línea hegeliana, la contradicción como una etapa necesaria en el despliegue del “espíritu absoluto”, concepto pomposo con el que describir el triunfo de la cosmovisión propia en la historia. Autores como Henri Lefevbre han dedicado buena parte de su producción filosófica a intentar desarrollar una lógica compatible con el llamado materialismo dialéctico marxista.

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Como la hipocresía es un vicio esencialmente burgués para el catecismo izquierdista, ésta no ha podido recurrir a explicaciones moralizantes con las que justificar la discrepancia entre el modelo teórico de la sociedad igualitaria perfecta que propugna y su realización, generalmente mucho menos igualitaria que aquella sociedad capitalista que dice combatir. Por lo tanto, es habitual que la izquierda “cabalgue entre contradicciones”, en la célebre afirmación que Pablo Iglesias tomara de Lenin hace ya algunos años, que no parecen suponer un menoscabo en la credibilidad de su relato. La adquisición de una vivienda de lujo por parte de un político de izquierdas es una decisión personal legítima. Si se trata de un oponente político es la manifestación más palmaria de la opresión de los poderosos sobre los débiles, del capitalismo construido sobre la base del dolor de los desposeídos de la tierra. La izquierda se cree en posesión de aquel bálsamo de fierabrás, popularizado en El Quijote, capaz de reconciliar libertad e igual, algo imposible de todo punto, salvo que se entienda la libertad en sentido formal y puramente institucional, de ser igual ante  la ley.

La izquierda, que se erige en firme defensora de la igualdad en régimen de monopolio, no tiene mayor problema en desarrollar políticas claramente discriminadoras. Su coartada teórica es que esa desigualdad será transitoria, meramente quirúrgica y netamente encaminada a conseguir una sociedad más igualitaria en el futuro. La práctica histórica nos demuestra que este axioma socialdemócrata, el de la desigualdad transitoria fruto de la llamada discriminación positiva, se ha acaba convirtiendo en puramente recursiva y acaba promoviendo un bucle de nuevas discriminaciones positivas. Cuanta más discriminaciones positivas se llevan a cabo por parte del legislador socialdemócrata más coartadas se le presentan a éste para seguir promoviendo dichas políticas anti-igualitarias.

No hay nada más contrario a la igualdad que la discriminación positiva, la educación comprensiva o el monopolio centralizado de la redistribución de la riqueza, todas ellas medidas estrella del credo socialdemócrata

La realidad es que no hay nada más contrario a la igualdad que la discriminación positiva, la educación comprensiva o el monopolio centralizado de la redistribución de la riqueza, todas ellas medidas estrella del credo socialdemócrata. Tampoco la propia idea de la igualdad casa demasiado bien con la sacrosanta obsesión de la izquierda del siglo XXI por lo que Sheyla Benhabid llama “justicia de reconocimiento”.  Una moda que consiste en llevar la exaltación de la diferencia hasta extremos delirantes que desafían la propia realidad. Como la universidad no fue un invento de minorías, proscribamos a los inventores de la cátedra universitaria por blancos y europeos, condenémoslos a la damnatio memoriae de no ver reconocido su mérito en forma de efigies o reconocimientos públicos. La izquierda proclama una igualdad que es más retórica que real.

El multiculturalismo le delata. No todas las culturas son iguales, la europea es la peor por judeocristiana y colonialista, dicen. No cuestiones la racionalidad de otros fenómenos culturales, como el de la ablación del clítoris africana o el velo islámico so pena de ser descalificado como “eurocéntrico”, que para la izquierda “realmente existente” equivale a ser miembro de una cultura decadente y descreída, frente a un islam idealizado, que jamás existió salvo en la mente de Karen Armstrong, Hans Küng o Edward Saïd. Tampoco discutas que el pensamiento racional nació en el África negra, pese al relato tradicional dice que eso que llamamos filosofía fue cosa de eso que los historiadores de la filosofía llaman “presocráticos”. Curiosa contradicción entonces la de seguir llamando con nombre griego algo que supuestamente no fue inventado por ellos.

Pero si hay una corriente dentro del pensamiento actual de izquierdas que ha convertido el ideal clásico de igualdad de la izquierda en un lastre del pasado ese es el feminismo radical. El feminismo curiosamente nació para reivindicar derechos de igualdad de hombres y mujeres frente al poder y dentro de la propia   especie humana. Sin embargo, ha acabado consagrando la mayor flagrante desigualdad entre géneros, cuya propia mención resulta ya intolerable para las feministas radicales.  La ideología de género incurre en una flagrante circularidad. Dentro de la tradición nietzscheana en la que se inspira parte de una continua sospecha acerca de cualquier manifestación cultural que haga referencia a una diferenciación de género. Hay que partir de una “mirada de género” desde la que analizar cualquier fenómeno que supuestamente se dé en la sociedad. Que la violencia doméstica y de pareja es violencia contra la mujer en cuanto que mujer, que existe una brecha salarial entre hombres y mujeres o que el lenguaje es per se sexista son puntos de partida que no se discuten. Precisamente en eso reside su contradicción performativa, parten de aquello que supuestamente las feministas quieren probar en innumerables investigaciones y documentos académicos, que por supuesto pagamos todos y cuya cientificidad deja bastante que desear. Así nos podemos encontrar perfectamente tesis doctorales dedicadas a demostrar que la promiscuidad sexual de occidente equivale a un “harem occidental” o que no hay diferencia alguna entre el burka o el zapato de tacón. Se trata de “marcas de género” por igual, dicen las feministas radicales.

La democracia es otro de esos ejemplos de contradicción insalvable en el credo izquierdista. La izquierda está, dicen los Chomsky de turno, para otorgar al demos un poder absoluto, frente al secuestro del ideal democrático por parte de las oligarquías políticas y económicas. Las democracias occidentales tienen que ser adjetivadas convenientemente como “burguesas, imperialistas, oligárquicas…”, frente a las verdaderas democracias radicales y populares, como la cubana o la venezolana donde el demos lo puede todo, menos arrepentirse de haber abrazado el socialismo del siglo XXI, que parece que funciona como una especie de cláusula de intangilidad del constitucionalismo neocomunista. El demos lo puede todo, menos dejar de ser “socialista”. No menos curiosa resulta la paradoja de quienes denuncian la “expansión de la democracia por medio de “misiles inteligentes y bombas de racimo”, pasando por alto que ellos se consideran herederos de quienes lo hicieron por medio de la guillotina o el gulag.

Como decía el psicólogo Alfred Adler siempre es más sencillo luchar por unos principios que vivir de acuerdo con ellos.


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