Cerca de una semana lleva Nicaragua envuelto en manifestaciones que se han saldado hasta el momento con numerosos heridos (muchos de ellos de bala) y una decena de muertos. El estallido de rabia popular fue repentino e imprevisto. Nicaragua era el oasis bolivariano por antonomasia. O quizá no tanto. Desde hace meses el descontento impera en el país, especialmente desde el enésimo fraude electoral en las elecciones municipales del otoño pasado.

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Daniel Ortega gobierna cómodamente esta república centroamericana desde el año 2007. Las últimas elecciones generales las ganó por goleada hace sólo año y medio. Desde entonces, aparte de la presidencia, controla la Asamblea Nacional con casi el 80% de los escaños (71 de 92), y desde ahí todos los resortes del poder.

Los sandinistas manejan los tribunales a placer desde su regreso al poder hace una década. Gracias a ellos Ortega ha podido ser reelegido hasta tres veces seguidas a pesar de que la Constitución lo impedía

El sistema judicial no es una excepción. Los sandinistas manejan los tribunales a placer desde su regreso al poder hace una década. Gracias a ellos Ortega ha podido ser reelegido hasta tres veces seguidas a pesar de que la Constitución lo impedía. No importa, la Constitución también impide que presidente y vicepresidente sean consanguíneos pero la vicepresidenta es Rosario Murillo, esposa de Ortega y madre de sus siete hijos.

Los siete están colocados en cargos clave y su influencia se deja sentir en todos los ámbitos. Uno se encarga, por ejemplo, del abastecimiento petrolero del país, otros dos controlan la cadena pública de televisión y tres emisoras privadas junto a las principales estaciones de radio. A través de yernos, primos, cuñados y consuegros los tentáculos de la familia Ortega lo alcanzan todo: desde la dirección de la Policía Nacional hasta el ministerio de Economía.

Nicaragua es realmente Ortegagua, un engranaje perfectamente lubricado para que Ortega y su familia retengan el poder eternamente. Algo muy similar cuando no idéntico al somocismo, aquella dictadura dinástica que los sandinistas derrocaron en el 79 tras una breve revolución. La historia está llena de este tipo de giros inesperados.

Hasta el momento lo han conseguido por varios motivos. El primero y fundamental es que Daniel Ortega, a diferencia de Hugo Chávez, no la emprendió contra el sector privado al retomar el poder tras 17 años en la oposición. Algo había aprendido de su primer y agitado mandato, que se extendió desde 1979 a 1990.

De aquella travesía por el desierto extrajo valiosas enseñanzas. Evitó la planificación marxista de la economía, las expropiaciones y el control directo del tejido productivo. Trató de no buscarse problemas en el exterior, especialmente en Estados Unidos, y mimó a los inversores, tan necesarios para una economía atrasada como la nicaragüense. De esas inversiones el país, que malvivía de exportar café, azúcar, tabaco y carne de vaca, obtuvo el capital para instalar fábricas textiles que hoy aportan un tercio de las exportaciones.

Curiosamente los progresistas occidentales, que con tanta pasión denuncian estas maquilas en México, Honduras o Guatemala, callan ante las de Nicaragua. Esto, evidentemente, tiene su explicación. Ortega se alineó desde el primer momento con Venezuela y los países del ALBA. Lo hizo por interés -generosas ayudas y petróleo financiado a crédito-, pero también por cuestiones ideológicas. El sandinismo, a fin de cuentas, no deja de ser el hermano mayor del chavismo. No ha caído en las mismas torpezas económicas pero si participa de su filosofía política.

Al abrigo del nuevo sandinismo los empresarios afines han hecho auténticas fortunas

Ortega sabe que para mantenerse en el poder no puede dejar de ganar elecciones, no importa cómo, pero ganarlas. Para ello ha desplegado un populismo clientelar primorosamente elaborado que va desde el reparto de láminas de zinc y un kilo de clavos para cubrir las infraviviendas en las que reside buena parte de la población, hasta el anuncio de un gran canal transoceánico que competiría con el recién ampliado de Panamá.

Dinero no le ha faltado en estos diez años, todo lo contrario. Al abrigo del nuevo sandinismo los empresarios afines han hecho auténticas fortunas. Su Gobierno ha coincidido con una etapa alcista en algunas de las materias primas que el país exporta. El subsidio venezolano en forma de abundante crudo a bajo precio ha hecho el resto.

Daniel Ortega, el chavismo chiquito

La pata venezolana del régimen se quebró hace un par de años. Venezuela está en la ruina y no puede permitirse la largueza de otros tiempos. Caminando sólo sobre la otra la Nicaragua de Ortega cojea. El más mínimo vaivén en la economía internacional impacta con fuerza en las cuentas públicas, pasto, por lo demás, de la corrupción, el enchufismo y la ineficiencia.

No es casual que las protestas hayan saltado por el Seguro Social, un programa de asistencia médica y pensiones de retiro muy costoso para el Estado y que ha sido saqueado a modo. El Seguro se encuentra al borde la bancarrota por lo que el Gobierno, ayuno de otras fuentes de financiación, subió la semana pasada las cotizaciones de empresarios y trabajadores. No mucho, la cuota de los empleados pasará del 6,25% al 7%, y la de los empleadores del 19% al 22,5%. Los jubilados, además, tendrán que contribuir con un 5% de su pensión. La guinda vino con el recálculo de las pensiones, que en muchos casos supondrá una rebaja del 20%. Simplemente no hay con qué pagarlas.

A lomos de motocicletas y armados con escopetas y bates de béisbol, llevan días batiendo las calles para disuadir a la gente de manifestarse

La reforma del Seguro Social ha servido como catalizador para la frustración general, provocada por el estancamiento económico, la corrupción rampante y la dictadura de guante blanco del Frente Sandinista. Un cóctel molotov que estaba ahí y que sólo hacía falta que alguien lo arrojase.

El régimen ha reaccionado de la única manera que conoce: violentamente sacando a la policía y al ejército a la calle y empleándolos a fondo en la represión. Pero no sólo eso. Ha movilizado también a los militantes sandinistas más fanáticos, organizados en turbas al estilo cubano. A lomos de motocicletas y armados con escopetas y bates de béisbol, llevan días batiendo las calles para disuadir a la gente de manifestarse.

Las turbas operan con absoluta impunidad cuando no colaboran directamente con la policía. El viernes pasado un grupo de estudiantes se refugió en la catedral de Managua huyendo de la policía, que empleaba fuego real para dispersarles. No les sirvió de mucho. Poco después efectivos policiales y pandilleros de la Juventud Sandinista asaltaron el templo.

Un esquema, como se ve, muy parecido al de Venezuela. En esto el chavismo es el hermano mayor del sandinismo. Ahí le queda mucho que aprender y mucho camino por recorrer. Un camino, me temo, salpicado de sangre.


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