El capitalismo tiene mala reputación. La palabra capitalismo es un término denostado en España, rechazado por las masas, pero defendido apasionadamente por una minoría convencida de que el llamado socialismo real no es una alternativa para extender la prosperidad a todos.

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Tal y como se desprende se desprende del Estudio Europeo de Valores 2019, elaborado por la Fundación BBVA, la sociedad española aparece como la más anticapitalista de Europa. No se trata, sin embargo, de un fenómeno español: en una encuesta del Instituto Gallup de 2019, el 49% de los jóvenes estadounidenses consideraba positivo el término socialismo.

Lo cierto es que todos queremos ser buenos. ¿A quién no le agrada que digan de él cosas como “Fulanito? ¡Es una buena persona!”.

La mentalidad anticapitalista no es una consecuencia de debilidades del carácter como la envidia o de la incapacidad para darse cuenta de la fuerza positiva del capitalismo, sino el resultado ideológico de la aplicación de políticas en defensa de intereses económicos y partidistas

Si todos fuésemos buenos, no serían necesarios ni gobiernos ni leyes. Y si todos fuésemos malos, no cabría esperar que un gobierno o unas leyes nacidas de esa sociedad fuesen buenos en lo más mínimo. Basta con darse una vuelta por cualquier sitio habitado por humanos en este planeta para darse cuenta de que son infinitos los tonos de gris en los que podemos calificar moralmente a cualquiera de nosotros. Los hay mejores y peores, en casi todo buenos o en casi todo malos, fundamentalmente generosos o fundamentalmente avariciosos, violentos y pacíficos. Y es por ello por lo que hay leyes, que tenemos normas. Así facilitamos la convivencia pacífica… o lo intentamos al menos.

Dentro del grupo (enorme, por cierto) de los que se creen siempre mejores existe un subgrupo que piensa que es infinitamente más bueno que cualquiera de los mejores, hasta el punto de que terminan convencidos que éstos, aunque mejores que otros, no dejan de ser malos. Son los que se ven como defensores legítimos y únicos de todas las minorías, todos los discriminados, todos los desfavorecidos, todas las víctimas imaginables… y por imaginar. Les hablo de la siempre moralmente superior izquierda de progreso, especialmente la occidental, arropada por la creciente cultura del victimismo a la que nos encontramos arrojados. Esta convicción de la izquierda de progreso es la que le lleva a degradar a todo aquél y todo aquello que no participa de su particular cosmovisión de las cosas a la condición de simplemente «malo».

El verdadero problema surge cuando los “superbuenos” alcanzan el poder. Por medio del poder del estado diferentes grupos de interés pueden acceder a beneficios especiales. El término «beneficios especiales» sólo tiene sentido cuando se trata de beneficios que no se pueden alcanzar a través de la interacción voluntaria. Son beneficios frente al mercado libre, frente al capitalismo.

Para mantener altos los ingresos procedentes desde las ventajas que generan esos beneficios especiales al tiempo que se reduce la resistencia popular contra las ventajas especiales y sus beneficiarios, es racional que el grupo de quienes reciben las ventajas especiales sea lo más pequeño posible, mientras que el grupo de quienes costean los beneficios especiales sea lo más grande posible.

Ahora bien, al tiempo que el grupo de quienes quieren asegurarse por medio del poder estatal los beneficios especiales debe ser pequeño para maximizar las prestaciones generadas per cápita, surge la necesidad de construir un consenso de muy amplia base que permita una mayoría “democrática” capaz de mantener el estatus de poder estatal. Este objetivo se consigue mediante la producción de ideología: la ideología que sugiere a las masas que la actividad del gobierno les es útil y necesaria. Esta utilidad debe ser ponderada económicamente para que los del grupo de verdaderos beneficiarios no experimentes pérdidas notables en sus prestaciones. Y la mejor promesa que puede hacer el político sin que suponga un coste material es la de una idea, un ideal: la actividad del poder del Estado nos protege a todos frente a los efectos negativos del capitalismo. No tendrás nada y serás feliz.

La mentalidad anticapitalista no es una consecuencia de debilidades del carácter como la envidia o de la incapacidad para darse cuenta de la fuerza positiva del capitalismo, sino el resultado ideológico de la aplicación de políticas en defensa de intereses económicos y partidistas, violentando las premisas de la libre cooperación entre las personas. Cuanto más entrometido está el poder del Estado en la economía y en la vida diaria de la gente, mayor es el número de personas que deben confiar en las instituciones del Estado para asegurar el funcionamiento de su existencia económica y social. Para los beneficiarios de los privilegios estatales declararse anticapitalistas le «deja bien» socialmente, les genera beneficios económicos y consolida la magia negra entorno a la que gira el estatismo … anticapitalista.

Además, ya pueden presumir de pertenecer al grupo de los “buenos”. Es la misma convicción que les absuelve de todo pecado. Si todo lo que hacen -ellos mismos o los políticos en quienes delegan- lo hacen por el bien de todos, ya no necesitan justificar en cada actuación por qué hacen esto o lo otro; todo persigue un propósito más elevado. Todos los medios son válidos para alcanzar semejante fin. La extorsión, el linchamiento, el escrache, la persecución, la mentira al servicio del bien común. Los que lo reconocemos callamos o lo susurramos en los corrillos de nuestros allegados ideológicos, no sea que luego «la gente» nos señale con el dedo cada vez que salimos a comprar un helado. Y es así como hoy la moralmente superior izquierda domina las universidades, el arte, la cultura y el sector de los medios de comunicación.

No, ellos no son mejores. Pero han sabido apropiarse de esa etiqueta y los demás no hemos hecho nada por impedirlo.

Foto: Markus Spiske.


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