No vuele, no coma carne, ni dulces. No consuma plástico y cambie su coche, su calefacción. Vaya al cine, ¿qué es eso de estar en casa viendo canales de streaming? Pero ni se le ocurra beber Coca-Cola o acudir luego a un antro de comida basura. ¡Patatas con berzas en casa!

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¿Qué es lo que mejor define la gestión política actual en occidente? Sin duda, la suposición o creencia según la cual los seres humanos somos demasiado estúpidos como para reconocer nuestros propios intereses. No es una idea nueva, ya en el siglo XIX los reformistas sociales declaraban al sujeto de su acción —la inmensa mayoría de las personas— como irracionales y fácilmente influenciables. Cuando en el siglo XX multitud de sociólogos, publicistas y psicólogos enunciaron similares postulados, la clase política se abrazó agradecida a los principios que condenaban a sus votantes a la más profunda de las indefensiones y el victimismo impotente como fórmula mágica para realizar cualquier diseño social, por absurdo que este fuere.

Aceptábamos una actitud paternalista hacia los niños, ya que reconocíamos a los padres la experiencia y los conocimientos que aún faltan a sus hijos. Los niños carecen de la experiencia y, sobre todo, de autonomía y de independencia moral. Los padres, como responsables de sus hijos, educaban desde una cierta autoridad, acompañando a sus hijos en la tarea de aprender a ser autónomos y obtener los principios morales que les ayudarían a convivir en la sociedad en la que, irremediablemente, deberán vivir.  Hoy esas premisas se aplican al Estado, y no sólo para los niños, también para los adultos. No con el fin de convertirnos a todos en autónomos, en gentes de bien. Lo intentan una y otra vez a pesar de que no está claro de dónde los científicos del comportamiento, los funcionarios públicos y los políticos obtienen la autoridad moral desde la que poder manipular el comportamiento humano. La experiencia nos muestra que los expertos no tienen la piedra filosofal que nos proteja de todo mal y que la gente, por lo general, aprende muy poco de ellos.

El «nuevo gobierno» ya no debe garantizar que la gente pueda satisfacer sus necesidades, se trata de adaptar la visión que la gente tiene del mundo y de sí mismos a la de los “arquitectos de las decisiones”

Estos defensores y representantes del “Nudging” se llaman a sí mismos “arquitectos de decisiones” y afirman que sus métodos ayudarían a tomar —apúntenlo— las decisiones correctas. Se refieren a la creación de escenarios morales superiores en los que tomamos las decisiones correctas desde la perspectiva del diseñador. Las técnicas de manejo de la conducta nos impiden o al menos hacen que nos sea más difícil tomar una decisión “equivocada”, nos dicen. La libertad confinada entre las rejas del principio “solo somos libres para hacer lo que está bien”. Lo que “está bien” reducido al universo fantasioso y arbitrario del diseñador de turno.

Los defensores de la “arquitectura de la decisión” fantasean en la ilusión de que su paternalismo es libertario y sus estrategias no son ni autoritarias ni basadas en la coacción. De hecho, sin embargo, sus objetivos son similares a las de los sistemas totalitarios. Hoy las propuestas políticas van más encaminadas a “conducir el comportamiento humano” que a permitir la convivencia de diferentes actores con diferentes necesidades. Y es así como un gobierno ya no debe garantizar que la gente pueda satisfacer sus necesidades, se trata de adaptar la visión que la gente tiene del mundo y de sí mismos a la de los “arquitectos de las decisiones”. Nada es más iliberal que tal objetivo.

Hay razones morales y prácticas para oponerse con contundencia a la magia del nudging como instrumento político o de gobierno.

El nudging desprecia la independencia moral

Immanuel Kant dejó perfectamente justificadas las razones por las que el desarrollo de la independencia moral de cada individuo es una de las condiciones obligatorias para que podamos tomar decisiones propias en y sobre nuestras propias vidas. Vuelvo a citar su famoso escrito “Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?” —“¿Qué es ilustración?” (en español)— donde argumenta

¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea.

Según Kant, es mejor tomar malas decisiones en nuestro camino hacia la independencia moral que guiarse por los “buenos” consejos. ¿Por qué? Porque la gente, a través de la práctica de su autonomía moral, adquiere una valiosa experiencia en su proceso de maduración. A una persona autónoma en sentido kantiano se le supone independencia moral y la capacidad de comportarse de forma moralmente responsable. Sólo desde la práctica de la autonomía personal asumimos la responsabilidad de nuestras vidas y aprendemos así a desarrollar nuestra personalidad. Para el florecimiento de la independencia moral es necesaria la posibilidad de decidir libremente, incluso para errar, y llegar así por uno mismo al conocimiento acerca de cómo llevar de la mejor forma posible la propia vida.

El nudging destruye nuestra capacidad de juicio

Una de las virtudes más importantes para Aristóteles es la sabiduría, la capacidad de juicio. Capacidad de juicio y la toma de decisiones son para él las condiciones de un comportamiento virtuoso. Es, por ejemplo, a través de la valoración de opciones morales que desarrollamos la virtud de la prudencia. Por lo tanto, no podemos dejar en manos de los “arquitectos de decisiones” la toma de nuestras decisiones. La prudencia y sabiduría no pueden ser subcontratadas y puestas en manos de “expertos”, son virtudes que tenemos que aprender nosotros mismos. Hablamos posiblemente de las virtudes más importantes en nuestro esfuerzo por llevar una buena vida y ser directores da la misma.

El nudging devalúa la esfera privada

Dado que el objetivo de la industria de gestión de comportamiento es nuestro comportamiento personal, el “nudging” promueve la intrusión en nuestras vidas privadas. Uno de los logros importantes de la liberalización en los últimos siglos ha sido el desarrollo de la privacidad. El filósofo John Locke fue, allá por el siglo XVII, uno de los principales valedores de la idea de privacidad, defendiendo que la fe (creencias) de las personas y su comportamiento en función de ella no podría ser objeto de la interferencia del gobierno siempre que no afectase los derechos de los demás. Para él, el desarrollo moral exige la libertad de las personas para actuar según su fe y sus sentimientos. Hoy en día el comportamiento individual ya no se considera un asunto privado. Cuanto mayor es el grado de incompetencia de la política y los gobiernos para hacer frente a los grandes retos de la sociedad, mayor es la presión ejercida sobre los individuos y su comportamiento. Y no hablamos de lo que hacemos en la calle, en público, hablamos también de lo que hacemos en casa y en nuestras vidas.

De esta manera aparece una nueva “intimidad”, nacida de la eliminación de fronteras personales, caracterizada por una nueva frontera: la frontera entre aquellas personas que se comportan conforme a la “norma social” y las que no lo hacen. Todo aquel que se diferencie en alguna forma de lo aceptado socialmente será objeto de medidas sociales de ayuda con la única meta de readaptarlo a lo convenido (a lo conveniente). Esta eliminación de fronteras (las personales) por la creación de otra nueva (la social) alcanza incluso los niveles más profundos de la privacidad de cada uno de nosotros.

La cuestión que muchos se plantean es, ¿qué hay de malo en pretender que la gente coma mejor, haga más ejercicio, preste más atención a los demás? Nudging se ha convertido en la técnica de moda para conseguir esos y otros muchos objetivos “buenos”. El nudging es un compendio de técnicas para mover a la gente, a través de la manipulación inteligente de un determinado comportamiento, dando “empujoncitos”, a hacer las cosas bien. El problema: no estamos ante algo voluntario. Significa “empujar” para que la gente haga lo que en realidad no quiere hacer. Y no quieren hacerlo porque son supuestamente demasiado indisciplinados o estúpidos. “Nudging estatal” es, pues, la hermana agradable de la imposición por ley. Un totalitarismo disfrazado de papá o mamá benefactores que nace de una imagen profundamente negativa del hombre. Se asume que usted no es capaz de reflexionar sobre su propio comportamiento, que no es capaz de controlar su propia vida.

El “nudging” no es una técnica de debate, desde la que discutir la conveniencia de la adopción de nuevas actitudes. Es una técnica de engaño de la consciencia que afecta sutilmente al individuo y de una manera que o no nos parece lesiva, o no es percibida como tal. Este nuevo paternalismo es sin embargo mucho más insidioso y pérfido que sus predecesores históricos. Éstos se basaban en las prohibiciones y la coacción, algo fácil de ver e identificar, contra lo que rebelarse; “Nudging” se basa en la manipulación, es más opaco, menos patente, no resulta fácil enfrentarse a él. Tal vez esté equivocado, y resulte que esto de los “empujoncitos” no es nada nuevo y sea una versión moderna de “hágase esto por voluntad del Rey, o de Dios”.


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