Cuando se cumple cierta edad es posible que los años sean una losa, bien porque se han convertido en un escéptico integral o porque se está de vuelta de todo por aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. También es posible que el paso de los años haya sido el paso de la vida, con ese picante punto de curiosidad que permite aprender, descubrir, incluso admirar.

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Quien se encuentra un mentor encuentra un tesoro pensé hace unos días cuando alguien muy cercano me contó la suerte que había tenido. Me decía la confidente que había empezado el diseño de un proyecto para una subestación eléctrica en un concurso para el gobierno de Omán, y que le había tocado en su equipo al ingeniero senior del departamento, con una edad que rondaría los cincuenta, y un largo listado de proyectos aquí y allá en sus espaldas. Estaba contenta esta joven ingeniera porque había aprendido más que en toda su carrera –algo por otro lado demasiado habitual en cualquier carrera-, y bastante más que en los tres proyectos anteriores.

La formación de verdad tiene otro mundo diferente, en el que se construye la casa sobre roca, donde a pesar del aire, de la lluvia y del viento ese edificio permanece

La educación en general y la enseñanza en particular están inmersas en una parafernalia “pedagógica” que provocan con demasiada frecuencia la pérdida del oremus. Así, cada día sorprende menos que maestros y alumnos vaguen por las aulas y pasillos como pollos sin cabeza. El timbre o la campanilla o la voz del maestro que antes marcaban el final de la clase, hoy lo son las numerosas alertas que los “expertos” de la cosa pedagógica establecen para que la escuela nunca deje de ser un bonito y complaciente patio de recreo.

La formación de verdad tiene otro mundo diferente, en el que se construye la casa sobre roca, donde a pesar del aire, de la lluvia y del viento ese edificio permanece. Es la realidad de los mentores. Es probable que usted lector que ha llegado a estas líneas guarde también ese pequeño tesoro biográfico. Puede que fuera un profesor o un maestro, o puede que habiendo dejado ya la escuela y los estudios reglados sean del tipo que sean, haya encontrado ese referente. Incluso puede que tenga el honor de ser un mentor, y vaya entonces para usted este agradecido pequeño homenaje. En mi modesta experiencia ahora recuerdo algunos, no muchos, pero con sus nombres muy nítidos, así como su trabajo y sus palabras. Benditos mentores.

Hace un tiempo cayó en mis manos “Las leyes de la simplicidad”, un librito de John Maeda sencillamente maravilloso para comprender el diseño, la tecnología, los negocios, en definitiva la vida. Cuando lo publicó Maeda se describía como un artista inmerso en los avatares de la tecnología. Hoy es un prestigioso profesor, también consultor en varias multinacionales de diferentes sectores. Pero lo que más me sorprendió fue su última página. Una anécdota que en estos últimos años he llevado conmigo a diferentes charlas, conferencias y encuentros, y que ahora comparto porque no he encontrado nada mejor para describir lo que pienso sobre los mentores.

«Solía ver en la piscina del MIT a un compañero de mayor edad casi a diario.

Me dijo que era un profesor de lengua jubilado. Hoy le he visto de nuevo en el vestuario después de mucho tiempo y hemos mantenido una breve conversación acerca de la “inseguridad”, un tema sobre el que he estado pensando.

El problema de la inseguridad es que, si somos demasiado inseguros, no crecemos, porque el miedo al fracaso nos paraliza –le he dicho de forma inesperada-. Por otra parte, si no tenemos inseguridad, entonces tampoco crecemos, porque tenemos una cabeza tan grande que somos incapaces de reconocer nuestros fallos. En el equilibrio está la solución –ha respondido el profesor emérito.

Entonces he añadido: pero si estamos en el centro, tenemos que movernos hacia los lados y oscilar un poco para saber que estamos centrados. A veces es posible perderse en el medio – ha dicho. Ambos nos hemos quedado en silencio y he terminado de guardar mis cosas.

Entonces, mientras me ataba los cordones de mis zapatos, he exclamado: «Mentores». El profesor emérito ha dicho con voz firme: los mentores son necesarios para infundir valentía. Entonces pesaroso, me he defendido: pero todos los mentores tienden a marcharse conforme nos hacemos mayores.

El profesor emérito, tras una pausa, ha respondido: sí, porque ya no los necesitas. Le he dado la mano y le he dicho: Gracias por la lección. El profesor ha sonreído mientras se ponía los calcetines y los zapatos, y he salido del vestuario pensando: el ejercicio es realmente bueno para el corazón».

Foto: Ashton Bingham.


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