A colación del artículo anterior, seguiremos repasando algunas de las cuestiones que resultan en menoscabos a la calidad democrática de un país. En este caso le toca a la Administración de Justicia.

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Un sistema judicial independiente fue una de las bases de la Ilustración, especialmente de lo que nos enseñó Montesquieu allá por el s. XVIII. Los señores feudales, dentro de su enorme poder, aunque menor comparado con los totalitarismos actuales, asumían el cargo de impartir justicia dentro de sus territorios. Ahora bien, a partir de la venida de los sistemas democráticos se ha convertido en una premisa básica la separación de un poder independiente como el judicial para establecer un garante de los ciudadanos de a pie. Esta garantía frente al poder no se limita únicamente al ejecutivo, sino en no pocas ocasiones al legislativo. Sin embargo, la situación en nuestro país dista mucho de ser ideal.

Urge convertir el Tribunal Constitucional en una sala del Tribunal Supremo, evitando que los vaivenes parlamentarios elijan a las personas que habrán de discernir cuestiones tan básicas sobre derechos fundamentales

Para empezar, la Constitución de 1978 señala que el legislativo tendrá que promulgar una ley orgánica para regular el poder judicial. Esto ya de por sí es dejar al arbitrio de las mayorías parlamentarias una de las cuestiones más básicas de la organización estatal. Bien es cierto que las leyes orgánicas requieren una mayoría absoluta, y no una mayoría simple como cualquier ley ordinaria. Sin embargo, con el fin de conseguir un mayor consenso, debería estimarse la posibilidad de mayorías superiores, por ejemplo, de dos tercios o tres quintos.

Por otro lado, y puede que la situación más rocambolesca, es la constituida por la situación del Consejo General del Poder Judicial. Este órgano tiene la potestad de sancionar administrativamente a los jueces que violen alguno de los procedimientos en los que se hallen inmersos. Este órgano, de un poder bastante mayor del que parece, está conformado por veinte vocales y su presidente, el cual es a su vez el presidente del Tribunal Supremo. En caso de empate en alguna de sus votaciones, el presidente ejercería voto de calidad para deshacer dicha igualdad. En teoría, el CGPJ tiene como función primordial defender el poder judicial del resto de poderes del Estado, velando por su cumplimiento. Ha sido frecuente en la historia de España, aunque en la actualidad mucho más, que los poderes legislativo y ejecutivo ataquen sin miramientos la labor independiente del CGPJ.

Ahora bien, tampoco es que este organismo esté conformado por ángeles sin pecado y eunucos sin pasión. Thomas Jefferson, probablemente la mente más lúcida a la hora de entender que dividir el poder es evitar la tiranía, ideó un sistema de balances y contrapesos para que los poderes del Estado no se pisasen entre sí. En este caso concreto, tal vez la propuesta sería volver a la redacción original de la Constitución del 78, modificada de forma más que discutible por una sentencia posterior del Tribunal Supremo basada en una interpretación, como poco, discutible. Así, doce de los veinte vocales del CGPJ serían nombrados directamente por los jueces en ejercicio a través de unas elecciones libres. El resto, ocho de veinte, habría de ser nombrado por una mayoría de tres quintos de ambas cámaras, Congreso y Senado. Sin embargo, esta elección podría quedarse corta. Lo ideal sería un sistema en el que los jueces y magistrados en ejercicio elijan la totalidad de su órgano de gobierno. No se trata de imaginarnos un mundo perfecto en el que los jueces elijan de forma sabia a seres de luz, sino la opción menos mala, es decir, sacar a los políticos de la ecuación. Además, se podrían introducir medidas adicionales. Por ejemplo, el CGPJ limita sus mandatos a cinco años, con el fin de evitar mayorías parlamentarias cambiantes. A eso se podría añadir que los miembros del CGPJ hayan de ser magistrados en ejercicio, esto es, al menos tres años de carrera judicial a sus espaldas, y que no puedan ser reelegidos para más de un mandato.

En cuanto a la fiscalía, el sistema podría ir por derroteros similares. En lugar de nombrar al fiscal general del Estado con una mayoría parlamentaria suficiente (absoluta), no por un procedimiento únicamente controlado por el gobierno y al que se pide opinión al legislativo posteriormente. De hecho, no estaría de más que el fiscal general del Estado deba ser un fiscal en ejercicio, así como mantener el criterio de quince años de profesión, pero dentro de la Fiscalía. Por supuesto, el elegido para el cargo no podría haber ostentando previamente ningún cargo político ni militar en ningún partido.

Por último, cabe mencionar esa anomalía extendida entre países mediterráneos como es la creación de un tribunal paralelo controlado por los políticos, es decir, ajeno al Poder Judicial, con capacidad de decidir el sentido de sentencias previas bajo el pretexto de “relevancia constitucional”. Nos referimos al Tribunal Constitucional, también llamado en países americanos como tribunal de garantías constitucionales. Urge convertir este tribunal en una sala del Tribunal Supremo, evitando que los vaivenes parlamentarios elijan a las personas que habrán de discernir cuestiones tan básicas sobre derechos fundamentales.

No pretendemos imponer un sistema perfecto. Lo que buscamos en el sistema menos malo de todos cuantos haya. Ahora bien, con mayorías parlamentarias cambiantes, esto se antoja complicado. Lo mejor es dejar a los propios jueces y magistrados la administración de sus sanciones porque son los más interesados en su colectivo sea visto como honesto y legítimo ante la opinión pública.

Artículo anterior de la serie: Anomalías democráticas (I)

*** Cristóbal Matarán, economista y profesor universitario.

Foto: Tingey Injury Law Firm.

Originalmente publicado en la web del Instituto Juan de Mariana.

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