El ecologismo parte de una idea muy extendida en estos tiempos en los que vivimos; la de que el colapso civilizatorio es inminente. Según los proponentes de esta nueva versión del mito milenarista, aunque el siglo XX se ha caracterizado por las mayores tasas de crecimiento económico y los mayores avances en la historia de la humanidad, el crecimiento económico ilimitado es insostenible. Las dos grandes formas de entender este paradigma civilizatorio, el neoliberalismo y el marxismo soviético, tendrían en común el hecho de haber priorizado la idea del crecimiento sobre la idea de la sostenibilidad del propio sistema ecológico.
El moderno ecologismo es el resultado de una crítica radical contra este paradigma del crecimiento ilimitado, que lo entronca con planteamientos anticapitalistas. Básicamente, el nuevo ecologismo recibe influencias de varias corrientes de pensamiento. Por un lado, se inspira en el organicismo ecológico de personajes como James Lovecock, autor de un célebre libro Hipótesis Gaia, que contempla el planeta como un «sistema vivo» y autoorganizado, que se vería amenazado por la presencia manipuladora de la especie humana, la cual estaría poniendo en peligro, con su consumismo creciente y tecnificación monstruosa, la idea de la autoconservación del propio plantea.
La segunda gran influencia que recibe el moderno ecologismo la encontramos en la propia constitución de la ecología como ciencia. En la obra del biólogo, discípulo de Darwin, Ernst Haeckel, que enfatiza la idea de interrelación entre los distintos organismos que componen los sistemas vivos, su continua adaptación y lucha por la supervivencia.
Debido a su gran infiltración en medios de comunicación de todo el mundo, el ecologismo contemporáneo han logrado trasmitir una sensación de colapso inminente que no se corresponde con los estudios científicos más rigurosos
No obstante, la gran influencia viene de la mano de la llamada economía ecológica (Georgescu-Roegen), que a su vez se inspira en los procesos de transferencia de energía dentro de los sistemas termodinámicos. Según la economía ecológica, el planeta tierra es básicamente un sistema autorregulado, que logra, por sí solo, un reciclaje casi absoluto de los materiales orgánicos (agua, oxígeno, carbono…) que utiliza en los procesos de transformación de la energía que acomete.
Por un lado, capta la energía solar (fotosíntesis) y la degrada, reflejándola hacia el exterior. Junto a este sistema, casi perfecto, el ser humano, a lo largo de la evolución habría desarrollado sistemas de transferencia de la energía de tipo no orgánico, sino técnicos (tecnosfera), que son altamente ineficientes por su gran dependencia de los combustibles fósiles y otras formas de energía no renovables. Estos sistemas son altamente contaminantes, pues producen una gran cantidad de residuos, que no se pueden expulsar. Generan, por lo tanto, una enorme entropía, en forma de polución, residuos y degradación de la biosfera.
El nuevo ecologismo es también bastante tecnófobo, no acepta la idea de que el progreso tecnológico sirva para disminuir el impacto ecológico de la intervención del hombre en la naturaleza. No cree en el paradigma liberal del llamado crecimiento sostenido. Parte, por el contrario, de la idea de que el paradigma economicista liberal es ineficaz para medir el impacto ecológico de la intervención de nuestra especie sobre el planeta. Así, el crecimiento económico estaría a punto de rebasar la capacidad del planeta. De hecho, afirman que el actual crecimiento económico se estaría basando en el consumo futuro de recursos del planeta. Parte de la idea, apuntada por el filósofo alemán Hans Jonas, de que nuestro consumo actual se estaría basando en una injusticia intergeneracional, al comprometer la satisfacción futura de las necesidades de las generaciones venideras. En una suerte de nuevo imperativo moral ecológico, que recuerda al Kantiano, nuestras instituciones políticas y económicas actuales estarían tomando decisiones que no podrían convertirse en “máximas de actuación” para las generaciones futuras.
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Lo primero que llama la atención en el discurso ecológico es su variabilidad. Inicialmente se apuntó a la tesis neomalthusiana del crecimiento ilimitado imposible, por la presión demográfica creciente. Luego cambió el diagnóstico y apuntó a un cúmulo de circunstancias (lógica del beneficio capitalista, recursos naturales limitados, presión poblacional…) como responsables del deterioro medioambiental en un intento de quitar responsabilidad a los países emergentes en el caos civilizatorio. De forma que los países más industrializados (menos poblados) contribuirían más a la degradación del planeta.
También cambió con el tiempo el paradigma económico defendido por el ecologismo como alternativa viable al llamado capitalismo fósil. De defender la tesis del crecimiento cero, se pasó a defender la idea del decrecimiento y últimamente a la idea del crecimiento sostenible basado en una economía verde, como la defendida por Jeremy Rifkin quien propone una especie de tercera revolución industrial basada en el uso de fuentes de energía renovables, la llamada economía colaborativa como alternativa a la crisis de productividad en que viven inmersas las principales economías mundiales en las últimas décadas.
En los años ochenta y buena parte de los noventa, muchos países industrializados vivieron en situaciones de crecimiento cero y el impacto de las emisiones, la contaminación y otras agresiones al medio ambiente no disminuyeron. También se pasó a cuestionar la idea de que el paradigma económico neoclásico fuera el adecuado para afrontar los problemas medio ambientales. El sistema de precios no recogería los costes medioambientales y, por lo tanto, tampoco permitiría internalizarlos. Frente a este paradigma neoclásico, basado en el individualismo metodológico, economistas como Herman Daily proponen una serie de criterios normativos, que deberían cumplirse simultáneamente. La idea de no consumir recursos renovables por encima de su ritmo de renovación; no explotar los recursos no renovables por encima de la tasa de sustitución por energías renovables; respetar la capacidad de absorción de los ecosistemas, a la hora de hacer vertidos contaminantes; y preservar la mayor cantidad de ecosistemas posibles son algunas de las medidas que propone Daily.
Según los economistas ecológicos, con el paradigma neoliberal se habría superado, con creces, la llamada frontera de sostenibilidad (en 1986 la especie humana ya se habría apropiado de más del 40% de la producción primaria neta terrestre). A diferencia del marxismo clásico, los economistas ecológicos no rechazan el mercado como medio de asignación de recursos, pero si rechazan su versión liberal. Parten de la idea que apunta el economista Karl Polanyi en La Gran Transformación. El mercado, en el buen sentido, sería aquel que favorece la interacción simbiótica y no el lugar donde satisfacer los egoísmos particulares. Por encima de las preferencias particulares, existirían unos principios de economía moral común que deberían ser respetados.
El ecologismo liberal y socialdemócrata, que ellos califican despectivamente de «ambientalismo», no niega a la existencia de presiones sobre el medio ambiente, derivadas de la intervención humana. De hecho, tuvo un importante papel en su denuncia (el llamado ecologismo de inspiración socialdemócrata surgido en Alemania en los años 70), sino que propone recetas no tan colectivistas, ni tecnófobas para afrontar el desafío medioambiental. La creación de los llamados partidos verdes en el norte de Europa en los años 70, la lucha contra el rearme nuclear en Europa de los años ochenta o el desarrollo de impuestos ecológicos y regulaciones ambientales son algunos ejemplos de la influencia del ecologismo socialdemócrata.
También en la tradición liberal se ha desarrollado una importante escuela de pensamiento ecológica, según la cual la mayoría de los problemas ecológicos se podrían solventar con una clara asignación de derechos de propiedad y con una adecuada internalización de costes ambientales, algo que no ocurre en formas de colectivización económica.
Por otra parte, se ha demostrado que dos de las tesis básicas del ecologismo alarmista estaba claramente sobredimensionadas. Una era el anuncio apocalíptico del fin de la era de los combustibles fósiles. Son innumerables las veces en que el pensamiento riguroso ecológico ha tenido que cambiar sus modelos predictivos sobre el umbral máximo de extracción, a partir del cual la civilización entraría en una situación de colapso.
Ante la incapacidad de predecir nada (debido al hallazgo de nuevos yacimientos o al desarrollo de nuevas técnicas extractivas), han tenido que dar paso a las teorías «conspirativas», que hablan de movimientos geoestratégicos mundiales, con escenarios bélicos, que tendrían como misión garantizarse la posesión de los menguantes recursos energéticos.
Aunque la energía nuclear ha resultado ser una de las más seguras del mundo, el ecologismo más radical sigue prefiriendo maneras más costosas de producción energética (renovables), vinculadas a formas más especulativas de entender la economía, y se resiste a aceptar las evidencias científicas. Debido a su gran infiltración en medios de comunicación de todo el mundo, han logrado trasmitir una sensación de colapso inminente que no se corresponde con los estudios científicos más rigurosos. El «cambio climático» ha dejado de ser visto como un problema real, que requiere medidas, para convertirse en una nueva versión de milenarismo catastrofista, con una gran industria detrás (organizaciones, libros, películas…), todas ellas encaminadas a presentar como inevitable un fenómeno sobre el que todavía no hay un consenso científico tan claro como algunas veces se quiere hacer creer.
Foto: Robert Lukeman