Pasada la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, todavía resuena la polémica por la línea político/artística claramente visible en algunos pasajes en particular. Una pena, verdaderamente, porque el empeño y, probablemente, la obligación de politizarlo y moralizarlo todo, ha desviado el foco de lo que había sido una decisión audaz y bien lograda. Me refiero a abrir la ceremonia a la propia ciudad y poner al Sena en el Centro. Se ha dicho que era una demostración del narcisismo de los franceses aun cuando el reflejo en las aguas turbias del Sena no dé para enamorarse ni siquiera de uno mismo. Pero, convengamos, París es París.

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Lo cierto es que el fuerte simbolismo del mensaje, con pasajes algo encriptados o, al menos, abiertos a varias interpretaciones, permitió lecturas forzadas y hasta no tardaron en circular presuntas confirmaciones de mensajes masónicos y/o satánicos.

Ahora bien, si dejamos a un lado estas visiones conspirativas, una mirada más o menos sensata unida a declaraciones vertidas por el responsable de la ceremonia, confirman un mensaje presuntamente ecuménico a favor de la inclusión como un intento de volver a poner a Francia a la vanguardia occidental tras el revolucionario libertad, igualdad y fraternidad.

Imaginen que ese maravilloso caballo mecánico plateado que galopó sobre las aguas del Sena y que algunos identificaron como el caballo de uno de los jinetes del Apocalipsis, hubiera sido reemplazado por una moto que anduviera sobre el agua manejada por un pakistaní repartidor de esas apps de envíos a domicilio

El foco estuvo puesto, en particular, en esa escena que parece reproducir La última cena de Da Vinci en clave, llamemos, Woke/Queer, con un Cristo representado por una DJ feminista, lesbiana y referente de lo que se conoce como “activismo gordo”, rodeada de Drag Queens y personajes que pretendían representar “diversidad” de raza y sexo. A esto se le agregaba, con la intención aparente de mezclar esa simbología con la tradición pagana, un Dionisio semidesnudo, mezcla de fauno y pitufo lascivo.

Como contraste, inmediatamente, circuló por Internet aquella inolvidable canción elegida como himno oficial de Barcelona 92, interpretada por Freddie Mercury y Monserrat Caballé que, hasta el día de hoy, hace que todos tengamos en nuestra cabeza esa melodía que decía “Barcelona”, cantada a dúo. La perdurabilidad no es muestra necesaria de superioridad ni moral ni estética, pero, puede que indique algo, al menos en este caso. La comparación entre aquella actuación y ésta no fue inocente porque Freddie Mercury era un gay confeso y portador de SIDA, mientras que Monserrat Caballé tenía, claramente, sobrepeso. De aquí que, una lectura actual, podría suponer que en aquel 92 se buscó ofrecer diversidad y, sin embargo, no fue el caso. Es que cuando la diversidad se da de hecho, y no como una impostura forzada o, simplemente, una provocación, pasa desapercibida, logrando así, justamente, lo que pretendidamente se busca, esto es, la integración. En otras palabras, nadie reparó ni le importó la homosexualidad o la portación de una enfermedad que seguía siendo tabú de uno, ni la obesidad de la otra; tampoco los organizadores eligieron a esas figuras por estas razones que son completamente irrelevantes a los fines artísticos. Se los eligió por lo que hacían y no por lo que eran, de aquí que se los haya juzgado por lo que hicieron, algo que no sucede con aquellos que, carentes de talento, ocupan un lugar por lo que son.

En todo caso, para quienes no somos católicos ni nos consideramos conservadores, la escena de la última cena dionisíaca indigna por el cliché, por la repetición obligada del canon que indica que todo artista debe provocar y que la única provocación posible es la de la libertad sexual contra la Iglesia católica. Es que desafiar al catolicismo siglos atrás o hace 50 años incluso, podría costar la vida, pero hoy no solo no supone ninguna amenaza, sino que es celebrado y premiado, como si fuese un acto de valentía cuando, en realidad, no es ningún riesgo. Es, más bien, una provocación conservadora porque pretende conservar los patrones de la moral hegemónica que es una moral progresista.

Valentía, en todo caso, tienen las mujeres que en países musulmanes resisten las imposiciones de la religión asumiendo penas de cárcel y azotes, pero sobre ello no hubo referencia alguna ni parodias. Esto último hubiera sido mucho más arriesgado, (como bien puede testificar Salman Rushdie), que recibir dinero de los Estados y las principales compañías occidentales, además del apoyo de los medios mainstream, para escandalizar a un puñado de viejos vinagres occidentales de la derecha católica que hablan de Sodoma, Gomorra, el libertinaje y Satán.

Pero incluso sin ir tan lejos y desafiar a los musulmanes, la ceremonia podría haber sido mucho más valiente si a la drag queen de barba teñida bailando en la disco, símbolo presunto de la diversidad, se la hubiera reemplazado por un empleado de Call Center de país del tercermundo que trabaja para empresas francesas; o por algún niño negro esclavizado de África, de esos que son explotados en las colonias francesas de hecho. Eso sí que hubiera sido incómodo. Ver gente que se trasviste buscando escándalo lo vemos todos los días.

Es más, imaginen que ese maravilloso caballo mecánico plateado que galopó sobre las aguas del Sena y que algunos identificaron como el caballo de uno de los jinetes del Apocalipsis, hubiera sido reemplazado por una moto que anduviera sobre el agua manejada por un pakistaní repartidor de esas apps de envíos a domicilio. Me refiero a una de esas motos viejas y baratas que les suelen robar a esos mismos repartidores en los barrios periféricos de las grandes ciudades cada vez más diversas y arcoíris. Eso sí hubiera sido un mensaje valiente, pero, claro está, mucho más incómodo, porque sería un mensaje por el cual deberían responder los gobiernos y las compañías corresponsables del actual estado de situación.

Si el símbolo de la María Antonieta decapitada, que tuvo su lugar destacado en la ceremonia, buscaba representar la Francia revolucionaria, la escena de La última cena con toda su oda a la diversidad podrá ser muy políticamente correcta y provocadora pero no hace rodar la cabeza de nadie, menos la cabeza del poder. Todo lo contrario, más bien la sostiene y la deja en su lugar.

En este sentido, quizás el final más adecuado hubiera sido el de la decapitada cabeza parlante de María Antonieta afirmando, simplemente, “primero como tragedia, luego como farsa”.

Foto: Aditya Chinchure.

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