Una de las mayores paradojas del mundo contemporáneo reside en que nunca ha existido, a mi parecer, tanta distancia entre la cultura numérica o aritmética de la mayoría de la población y la importancia crucial que tienen los números, la matemática y los algoritmos en todo lo que concierne al funcionamiento de los sistemas en que se apoya nuestra civilización.
Con esto pasa de alguna manera lo contrario de lo que escribía Pedro Salinas en su Elogio implícito de los viejos analfabetos, cuando alaba a esas personas que no sabían ni leer y escribir pero que comprendían perfectamente el mundo en el que se desenvolvían porque eran capaces de desarrollar un poderoso sentido común válido sin tacha alguna para desenvolverse en todo lo que les concernía de manera directa. Frente a ese tipo de analfabetismo, hoy desaparecido, se alza hoy un tipo de incompetencia distinto por completo.
Parece mentira que no estemos ya vacunados contra las profecías a la vista de los muchísimos casos en que hemos podido comprobar hasta qué punto se han incumplido muchas de las más ilustres afirmaciones del pasado sobre el presente en que vivimos
Los analfabetos de hoy son capaces de manejar smartphones, comunicarse en redes sociales o emplear un PC, pero no comprenden ni de lejos lo que hace posible que tales cosas funcionen, viven en un mundo que les es engañosamente fácil y que provoca en ellos cierta euforia por una sabiduría llena de agujeros, insuficiente y manipuladora. No se trata solo del efecto pernicioso que pueda tener en la enseñanza el empleo de pantallas y tecnologías, un asunto en el que ahora se empiezan a dibujar visiones escépticas y muy críticas, sino de que para el común de los mortales estas abundancias de redes e informaciones se convierten en potentes estimuladores de la credulidad.
La credulidad es peligrosa no solo con las ideas o las noticias a granel, sino también con los números, en especial porque hay quienes han aprendido a manejar los números como autoridad, que sin duda la tienen, pero sin molestarse demasiado en algo esencial como es aclarar el origen de tales números y su significado propio, su verdadero valor. El efecto que tiene el empleo de cifras en la multitud de personas que no están acostumbradas ni a manejar sencillos cálculos, es demoledor porque los hace rehenes de una información supuestamente avalada por el rigor de la matemática, cuando con frecuencia tal cualidad dista mucho de ser aplicable al caso.
La propagación de miedos, que constituye toda una industria política, se apoya de manera especialmente intensa en recursos numéricos contra los que convendría ejercer una especial actitud crítica. Pondré ejemplos de ahora mismo.
Acabo de leer en varios lugares que la contaminación atmosférica es responsable directa de dos de cada diez muertes. El caso parece grave, pero cabe preguntarse acerca de la exactitud de esa relación. Para empezar, hablar de muertes en general sin especificar el lugar parece un poco aventurado, recuerda al chiste de Forges en el que un vigía de Fort Apache anuncia que se acercan 2004 indios y cuando el oficial le pregunta cómo ha podido contarlos con tanta exactitud responde que primero venían cuatro y luego como unos dos mil.
He preguntado a un amigo que sabe de estas cosas y me dice que la fuente de tal dato es la OMS lo que no hace sino aumentar mis sospechas porque si no se sabe con exactitud cuál es la proporción exacta de muertes atribuibles a la contaminación en un lugar concreto, lo que exigiría contabilizar autopsias o pruebas similares en decenas de miles de casos, más difícil será que se sepa a nivel global. Basta recordar la incapacidad de la administración española para dar cifras fiables de mortalidad en la pandemia como para sospechar de números tan rotundos. Sin duda es importante luchar contra la contaminación, pero seguro que puede hacerse igual de bien sin emplear argumentos tan tremendistas.
Se acaba de otorgar uno de esos premios a la investigación científica que abundan por España y que no sé si pueden considerarse como una especie de Nobel hispánico, incluso dejando al margen las cautelas con las que hay que considerar a los originales. Leo una afirmación de dos agraciados que aseguran que el ritmo de extinción de especies está alcanzando niveles apocalípticos y no soy quién para poner en duda nada que tenga que ver con el caso, pero no dejo de preguntarme si los cálculos al respecto, comparando la tasa contemporánea, con la media de unas cuantas decenas de miles de años pueden tomarse como referencias del todo indiscutibles. No sé, tal vez tenga un escepticismo exagerado hacia esta clase de estimaciones, pero estoy bastante seguro de que la mayoría de los lectores de tales noticias quedarán con el ánimo sobrecogido.
Pasa lo mismo con las continuas afirmaciones acerca de cómo aumenta la desigualdad, el riesgo de caer en la pobreza extrema o la desnutrición infantil y no referidas a lugares remotos que asociamos con imágenes de falta de agua y fieras sueltas sino, por ejemplo, a la Comunidad de Madrid. Es lo malo de cumplir años, que te entra la risa cuando determinados científicos te aseguran que vivimos ahora muchísimo peor que décadas atrás.
Si pasamos al terreno de las predicciones el asunto de la ligereza al manejar cifras y números adquiere caracteres todavía más cómicos. Parece mentira que no estemos ya vacunados contra las profecías a la vista de los muchísimos casos en que hemos podido comprobar hasta qué punto se han incumplido muchas de las más ilustres afirmaciones del pasado sobre el presente en que vivimos. Un caso llamativo son las predicciones sobre población mundial y la palma se la lleva el que inventó la expresión de population bomb allá por los sesenta del siglo pasado. La bomba no solo no ha estallado, sino que ahora se empieza a hablar del decrecimiento a no muchos años vista, ya verán los que lleguen a esas edades en que queda el asunto. Muchos nos iremos de este valle de lágrimas sin divertirnos con este pronóstico, o tal vez no haya diversión en este caso, vaya usted a saber.
Recuerdo un titular sensacionalista de un gran periódico nacional que anunciaba, con grandes caracteres, que el 25% de los divorcios se producían en verano, supongo que dando a entender que la ligereza de ropa propia de la estación facilitaba la movilidad de las parejas. Lo malo es que ni el periodista ni, me temo, muchos de los lectores caían en la cuenta de que cualquier noticia sobre el asunto tendría que fundarse en que ese número fuese mayor, o menor, que 25, puesto que el año consta de cuatro estaciones.
Nos encontramos cada día ante una avalancha de números y si no sabemos aplicar criterios muy elementales podemos caer en equívocos colosales. Sea porque alguien intenta manipular nuestra sensibilidad, sea porque la fuente tiene la misma dramática ignorancia respecto al significado y el valor de los números que la mayoría de nuestros nuevos analfabetos, estamos bastante expuestos a comulgar con ruedas de molino numéricas.
A los efectos del uso común, los números son medidas y las medidas siempre tienen que contemplarse en un contexto de comparaciones y referencias que les den sentido. Es justo la incapacidad de hacer esas estimaciones lo que vuelve peligrosos a los números que se manejan como argumento de autoridad en la comunicación pública. Cuando se es incapaz de poner una cifra en su contexto y hacer algunas operaciones elementales para ver si la magnitud que se nos quiere endosar tiene alguna verosimilitud se corre un alto riesgo de engaño.
Los números falsarios no solo se usan por los políticos con intención de tergiversar, sino que ruedan como palabras gastadas a través de medios de comunicación causando estragos en la comprensión de las cosas. Cuidado, pues, con los números, porque, como pasa con las escopetas, los ha podido cargar el diablo que es listo pero perverso, o, lo que tal vez sea incluso peor, cualquier tonto que quiera dárselas de sabio.
Foto: TheDigitalArtist.
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