La casualidad quiso que en cuestión de días me cruce con una película y un cuento que, desde mi punto de vista, tienen algo en común. La película, dirigida por Sam Esmail, el mismo de Mr. Robot, es uno de los recientes éxitos de Netflix y se llama Leave the World Behind. Tiene un elenco de primera línea con Julia Roberts, Ethan Hawke y Mahershala Ali, y hasta se da el lujo de contar con una pequeña aparición de Kevin Bacon representando el típico hombre blanco granjero y protestante, votante republicano, defensor de la libre portación de armas y aggiornado con todas las teorías conspirativas habidas y por haber.

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Respecto al cuento, se titula “La última noche del mundo”, su autor es Ray Bradbury, fue publicado en el año 1951 e incluido en El hombre ilustrado. La trama del cuento se resume en esa primera línea en la que uno de los protagonistas le consulta al otro: ¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo? Si bien se trata de ese tipo de experimentos mentales que muchas veces utilizamos como juegos para poder identificar los valores de nuestro interlocutor, lo cierto es que el cuento, explícitamente, y la película, de manera más elíptica, responden a este interrogante de una manera muy particular.

A los fines expositivos, digamos que la película, producida por Barack y Michelle Obama, es una adaptación de la novela homónima de Rumaan Alam que se puede inscribir entre los abundantes films distópicos acerca de la posibilidad de un desastre inminente. Aunque, claro, a diferencia de lo que sucediera con las películas realizadas durante la guerra fría, el desastre por venir no llega gracias al botón rojo de la bomba atómica sino a un ciberataque que afecta las comunicaciones y, con ello, desencadena un caos que, en su perdurabilidad, se retroalimenta hasta límites insospechados. En este sentido, recuerda una serie francesa que alguna vez hemos mencionado aquí y que, estrenada apenas algunos meses antes de la pandemia, pareció premonitoria: El colapso. Si bien hacia el final la serie parece dar un giro hacia el “ecologismo” más alarmista, los primeros 7 capítulos van en la misma línea que la película: nunca se sabe exactamente qué, ni el porqué, ni quién lo está haciendo, pero lo cierto es que algo está pasando y el mundo está colapsando.

En Leave the World Behind, la pareja protagonizada por Julia Roberts y Ethan Hawke decide pasar un fin de semana en una casa de campo alquilada con sus dos hijos adolescentes. Pero lo que pretendía ser un viaje de descanso se ve perturbado por la aparición repentina, tras la cena, del dueño de la casa con su joven hija, implorando que les dejaran pasar la noche allí ya que un ciberataque había anulado las intercomunicaciones y les impedía cualquier otra opción. La película tiene un suspenso rayano en el terror sin sangre salpicando a la pantalla, ni mucho menos, lo cual se agradece. En el mismo sentido, no sobreactúa los clichés del cupo woke de corrección política ni el alto voltaje sexual como parecen obligadas a hacerlo todas las producciones de las grandes compañías de streaming. Además tiene algunas escenas muy bien logradas para expresar la magnitud de lo que supondría para el orden mundial un ciberataque de estas características: un barco gigante que pierde el control y acaba encallando en una playa; aviones que son dirigidos a estrellarse todos en el mismo sitio y los autos TESLA sin conductor protagonizando un choque en cadena. A estas imágenes impactantes se les puede agregar la protagonizada por unos ciervos que rodean la casa de los protagonistas emulando quizás alguno de los episodios que pudimos ver al comienzo de la pandemia cuando los animales salvajes invadían las principales ciudades del planeta.

Les decía que nunca queda claro qué es lo que sucede. La única pista la da un pasaje en el que el personaje de Mahershala Ali dice haber escuchado de una fuente directa la posibilidad de un plan de tres pasos: el primero sería el aislamiento a través de un ciberataque a los satélites que afecte completamente las intercomunicaciones; el segundo sería la creación de un caos sincronizado y de un gran dispositivo de desinformación de modo tal que se creen las condiciones de vulnerabilidad para la eventual intervención de extremistas o del propio ejército; por último, dice el protagonista, si se cumpliera el segundo paso, el tercero va de suyo: se trataría de un golpe de Estado, una guerra civil o, más sencillamente, “un colapso”.

Más allá de lo verosímil del “plan”, lo interesante es que, en otro pasaje, el protagonista indica que no hay nadie detrás de todo esto y que ese es justamente el problema porque nadie tiene el control, no hay nadie a quien culpar. Simplemente, una sucesión de hechos desafortunados, alguien que enciende una chispa, y el resto se hace solo. De hecho, aun cuando esté contando demasiado de la película para quien no la haya visto, una de las últimas imágenes es la de los protagonistas observando desde el campo, y a lo lejos, el modo en que la gran ciudad comienza a explotar.

En cuanto al texto de Bradbury, se trata de una obra maestra porque rompe con todas las fantasías o tonterías que pueda responder cualquiera que reflexione acerca de las cosas que haría si supiese que esta noche se acaba el mundo. El cuento utiliza el recurso de un sueño en común pero es lo de menos. Digamos entonces que partimos de la certeza de que esta misma noche todo se termina. ¿Qué hacen los protagonistas? ¿Grandes promesas? ¿Intentan cumplir sus sueños? ¿Deciden esperar el momento realizando una actividad que les genere mucha satisfacción? ¿Salen a la calle? ¿Van a las iglesias? ¿Se unen? ¿Protestan? ¿Se suicidan? Nada de eso. Hacen exactamente lo mismo de siempre porque hay una inclinación humana a olvidar esa posibilidad o, en todo caso, a no poder vivir de otra manera. Y no es que seamos negadores. Es que aun cuando todos sepamos que vamos a morir, seguimos actuando como si fuésemos eternos o, al menos, como si tuviéramos el suficiente tiempo para proyectarnos.

Hacia el final del cuento, Bradbury expone así lo que será la última noche de la familia protagonista:

“Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.

-No sé… -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.

-¿Qué?

-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz? (…)

El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo.

(…) Se metieron en la cama.

-Un momento -dijo la mujer.

El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.

-Me había olvidado de cerrar los grifos.

Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.

La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.

-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.

-Buenas noches -dijo la mujer”.

El clima de la película es, naturalmente, el contrario al del cuento: allí la posibilidad de un colapso o un eventual cambio abrupto genera, como es de esperar, desesperación. Sin embargo, la escena final tiene como protagonista a la nena adolescente del matrimonio quien a lo largo de la película aparece como particularmente obsesionada por la serie Friends. Si bien el cierre está abierto a todas las interpretaciones, es la nena la que parece “dejar el mundo atrás” y mientras todo está literalmente explotando, acaba azarosamente en un bunker deshabitado construido por un hombre rico, el único lugar donde, finalmente, podrá ver Friends sin importar ni su familia ni el afuera.

Así, aun con unos 13 o 14 años, la nena parece decidir hacerse a un costado de los problemas del mundo. No sabe que todo está colapsando, pero tampoco le interesa. Adopta así una actitud cada vez más común en la actualidad, no solo entre los más jóvenes.

En resumen, no sabemos ni cuándo ni cómo será el fin del mundo, pero es probable que sea menos dramático de lo que imaginamos. Con un poco de suerte, aun si lo supiéramos con antelación, es probable que nos sorprenda haciendo lo de siempre: cerrando el grifo, besando a la persona que amamos y/o mirando un capítulo de Friends.

Foto: KELLEPICS.

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