Como madre de hijos que empiezan a interesarse por la política y el derecho, me apena decirles, cual “abuela cebolleta”, que jamás conocerán la política que conocí de joven y que están condenados a bucear en el barro dialéctico si quieren encontrar algo de humanidad en la política.
Como soy consciente del efecto idealizador que la memoria de nuestros años mozos produce en nuestras opiniones, me he tomado la molestia de buscar discursos parlamentarios de los noventa y me he encontrado con esta perla:
«Señor Presidente del Gobierno, las diferencias entre la derecha y la izquierda son grandes –esto es una obviedad–, y en algunas cuestiones yo diría que son abisales. Nos separan concepciones del mundo, valores, toda una historia, apuestas y, sobre todo, el proyecto de sociedad para hoy y para el futuro. Sin embargo, hay que reconocerlo sobre todo en esta sede parlamentaria, hay ocasiones, como en la redacción de nuestro texto constitucional, en las que el acuerdo en torno a la construcción de un marco democrático obliga al entendimiento y al compromiso, y si eso es en el diseño del marco constitucional, no lo es menos en la observancia y en el desarrollo de los contenidos del Estado democrático de Derecho».
Este texto emitido por Julio Anguita en 1997 en el debate sobre el Estado de la Nación, difícilmente podría ser escuchado en el hemiciclo en la actualidad. Nadie más en las antípodas ideológicas del presidente Aznar que Anguita y, sin embargo, el tono del mensaje completo, pese a la contundencia de la crítica, refleja una manera de hacer política que hoy en día no contaría con la audiencia del gran público (por cierto, ¿se han percatado de que no ha habido debate sobre el estado de la nación desde febrero de 2015? Los síntomas de la enfermedad son numerosos, pero esta España anestesiada no se duele de ellos).
Tendemos por norma a responsabilizar de todo a terceros, nos infantilizamos con ello eludiendo responder ante otros por nuestro propio papel en las dinámicas sociales. El odio, la polarización, el pandillerismo acosador, la hostilidad y los linchamientos no surgen solos
Me produce añoranza, en general, escuchar documentos sonoros del pasado, como discursos de grandes personalidades de la política o activistas sociales. Al cuidado por la utilización de un lenguaje preciso y comprensible, se añade un contenido real, unas propuestas, soflamas y mensajes llenos de interés. Algo nos ha pasado como sociedad para que esa forma de hablar, de comportarse, de debatir haya muerto para siempre. De hecho, estoy convencida de que hoy en día no podría haberse firmado una Constitución como la que tenemos, donde señores que nada tenían que ver unos con otros, fueron capaces de consensuar un texto que contó con el respaldo de la sociedad española. Pero sería injusto achacar todo a la política cuando los propios españoles nos conducimos en nuestra vida de la misma manera, cargados de agresividad e intolerancia frente al disidente.
En las redes sociales y en los comentarios a las noticias digitales encontramos un verdadero yacimiento de agresividad. Indudablemente Twitter es como el glutamato, un potenciador no del sabor sino de la estupidez humana. El que antiguamente era el tonto o el amargado del pueblo al que nadie hacía caso, ahora es un influencer con decenas o cientos de seguidores. Las redes se han convertido en territorio hostil en el que las personas buenas se ven obligadas a medir sus palabras y autocensurarse si son capaces de sobrevivir al primer linchamiento. La denominada competencia mediática, en realidad, incluye una enorme dosis de estrategia bélica.
Hace poco, en un debate dominguero entre Borja Adsuara y la que suscribe, un usuario nos felicitó por la corrección de nuestras respuestas. No estábamos hablando de nada especial, ni siquiera importante, pero nos sorprendió a ambos que alguien valorara que dos personas dialogaran. Porque es lo que hacíamos, dialogar. Es triste comprobar cómo disentir amablemente en público se ha transformado en algo extravagante, una rareza a exhibir en un museo junto al fax y las cintas de casette.
Supongo que el desprecio de las instituciones educativas hacia las disciplinas de humanidades ha contribuido a que los espacios de opinión sean cápsulas impermeables a la argumentación. La dialéctica entendida como la técnica discursiva en la que se contrapone una afirmación inicial frente a los problemas y contradicciones que dicha afirmación plantea para así encontrar soluciones o nuevas perspectivas de esa realidad, se ha abandonado definitivamente. Incluso quienes buscan ampliar sus conocimientos y enriquecerse con las opiniones de otros tienen que luchar contra la inercia social que marca la forma de compartir ideas. Ahora no se busca dialogar, sino que el fin último es ganar el asalto.
En esta espiral de pobreza de pensamiento, nunca se han utilizado tanto las falacias argumentativas como los ataques ad hominem -donde se trata de anular al contrario arremetiendo contra alguna característica personal-, la falacia del hombre de paja -refutando falsamente el argumento ofrecido por otro combatiendo una idea diferente a la expresada, tergiversando la inicial- o la falacia del punto medio -aprovechar que la equidistancia es bien recibida por la sociedad para realizar afirmaciones igualmente falsas-, entre otras. Los diálogos de besugos de las redes sociales, el hemiciclo y las tertulias televisivas nos han acostumbrado a tomar partido por una posición u otra, por miedo a que el pensamiento crítico expresado con argumentos honestos sea manipulado para presentarte como defensor de una idea que ni siquiera se te ha pasado por la cabeza. Nos quejamos de polarización social, cuando somos nosotros los verdaderos causantes de este fenómeno, tanto por participar de él como por alimentar a quien lo causa.
Y llegados a este punto, la hostilidad y la deshumanización cobra especial fuerza en la denominada cultura del “zasca” que ha impregnado nuestra alma como si fuera chapapote espeso y negro. Los “zascas” no son humor, son un caldo de cultivo perfecto para la polarización, el populismo y el odio. El “zasca” es una respuesta cortante, breve y pública, que busca humillar al destinatario y, a la vez, obtener el respaldo del grupo, que aplaude y jalea también públicamente la hazaña. Encierra desprecio y maldad, por más que tratemos de relativizarlo todo con humor. Tal es su éxito que incluso hay cuentas públicas dedicadas específicamente a compartir los mejores “zascas” dados en la red; cuentas, por supuesto, polarizadas e ideologizadas, porque de eso se trata, de agitar el avispero.
Quienes no tienen redes sociales no son ajenos a esta cultura. Recuerdo cuando empezaron los Talent Shows, en el más famoso de todos y que tenía por objetivo presentar a nuestro representante en Eurovisión, se fichó a un presentador que hacía de jurado que, en la actualidad, se ha convertido en alguien muy famoso y que, tras programa propio y algún periplo como entrevistador, sigue haciendo de jurado en otros tantos programas. Aunque ha suavizado algo sus formas, en aquellos comienzos destacó por ser agresivo y humillante con los concursantes. Su fama subió como la espuma. Quizá fuera una de las primeras veces en las que la cultura del zasca estuvo en prime time, mucho antes de que se popularizara la expresión por Berto Romero en el programa de Buenafuente.
Tal vez sea idealista cuando pienso que un mundo mejor es posible y que no hace falta ser un héroe ni tener ideas brillantes para cambiar la realidad. Ni siquiera hace falta salir de casa para conseguir una sociedad respirable donde personas de la edad de mis hijos puedan volver a leer y escuchar respeto institucional. Tendemos por norma a responsabilizar de todo a terceros, nos infantilizamos con ello eludiendo responder ante otros por nuestro propio papel en las dinámicas sociales. El odio, la polarización, el pandillerismo acosador, la hostilidad y los linchamientos no surgen solos, no son culpa de otros. Al igual que se trata de poner el foco en quienes son testigos silenciosos del bullying en las escuelas como colaboradores necesarios de su existencia -fantástica y necesaria campaña del gobierno contra esta lacra- debemos tomar conciencia de que con nuestras risas, condescendencia y relativización contribuimos a vivir en una sociedad peor. Somos causantes necesarios del tipo de política que se realiza en este país, y no solo por los votos que emitimos periódicamente, sino también por el escenario que propiciamos.
Más diálogo y menos batallas verbales. Más compasión y menos “zascas”. Dejemos de ser acosadores sociales.
Foto: Malik Earnest.