En Europa, Estados Unidos y Sudamérica, todos se preguntan qué está ocurriendo para que las clases trabajadoras voten candidatos de derecha. Las respuestas son variadas pero, en general, desde la izquierda se suele atribuir el fenómeno a un nuevo episodio de “falsa conciencia” por la cual la víctima vota a su verdugo, en general, gracias a la ayuda inestimable de medios de comunicación y/o redes sociales. Hay buenas razones y ejemplos históricos que muestran el modo en que una mayoría puede ser manipulada para votar contra sus propios intereses pero en este caso el análisis parece merecer cierto nivel de complejidad extra si es que queremos evitar la idea de que el manipulado y el tonto que vota mal siempre es el otro.

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Y cuando el análisis se hace más complejo se observa lo que muchos vienen indicando desde hace ya tiempo: la deriva de la izquierda hacia una agenda identitaria de las minorías que para algunos es una forma de neomarxismo y para otros una defección funcional al neoliberalismo, ha hecho que las preocupaciones de las clases trabajadoras sean tenidas en cuenta y hasta mejor interpretadas por la derecha. Así, mientras la izquierda considera que se puede llegar a la totalidad como un agregado de identidades cada vez más atomizadas, sectores mayoritarios de las sociedades son testigos de una agenda que no solo no los tiene en cuenta sino que, en algunos casos, los señala como culpables.

En el mercado de identidades, la clase trabajadora tradicional, especialmente en Europa y Estados Unidos está constituida heterogéneamente pero en el caso de los varones blancos, mayoritariamente votantes de Trump o Le Pen, por poner algunos ejemplos, al padecimiento económico y a la destrucción de los valores que los constituyeron como ciudadanos, se les agrega la acusación de ser privilegiados

Por supuesto que la situación no es la misma en Estados Unidos, España, Francia o Brasil, por citar algunos ejemplos, pero en líneas generales lo que se observa es que el proceso de desindustrialización y las nuevas dinámicas laborales que impuso la globalización han roto todos los pilares en que una mayoría de trabajadores solía sostenerse. Dejando de lado el modo en que la religión y la familia tradicional fueron perdiendo peso, si nos restringimos a lo estrictamente económico, la pauperización de la vida de los trabajadores es evidente: sin trabajo, sin estabilidad, precarizados y, a veces, hasta con trabajos que no le garantizan dejar de ser pobres, es claro que las preocupaciones de los trabajadores no se ven incluidas en la agenda arcoíris de ampliación de derechos civiles que abraza la izquierda. Esta dinámica incluso podría extenderse hacia clases medias profesionales que se distinguían por su profesión y por la continuidad en una empresa pero sobre todo por el hecho de ser propietarios. El progreso se constituía sobre la base de la propiedad: “trabajo para comprar la casa y el auto para mi familia”. Sin embargo, si hay algo que hoy no pueden hacer ni el trabajador ni las clases medias profesionales, es definirse a partir de ser propietarios. En este sentido, lo paradójico es que la necesidad de poseer no cesa pero lo que el sistema económico y cultural le ofrece es, como no podía ser de otra manera, ser un propietario, ya no de un bien material y tangible, sino de una identidad: “No tendré casa pero tengo esta identidad que en tanto única propiedad defenderé a muerte”. Repartir identidades y hacerlas entrar en competencia es más fácil que repartir el dinero. De eso no hay duda. De hecho, no es casual que en la medida en que resulta más difícil para una gran mayoría de la humanidad acceder no solo a una vivienda digna sino a la comida, lo que más ofrece el mercado son identidades. Esta lógica es funcional a la nueva agenda de la izquierda pos caída del Muro de Berlín pero también al poder económico concentrado, los grandes propietarios que han convencido, a los que nada tienen, de que poseer no es importante. Y efectivamente no parece serlo cuando sos propietario, tal como lo acreditan los millennials y centennials que dicen vivir libre y deconstruidamente como nómades que saltan de ciudad en ciudad y de trabajo en trabajo sosteniéndose en la estabilidad de la vivienda y el trabajo que tienen, o tuvieron, sus padres.

Ahora bien, en el mercado de identidades, la clase trabajadora tradicional, especialmente en Europa y Estados Unidos está constituida heterogéneamente pero en el caso de los varones blancos, mayoritariamente votantes de Trump o Le Pen, por poner algunos ejemplos, al padecimiento económico y a la destrucción de los valores que los constituyeron como ciudadanos, se les agrega la acusación de ser privilegiados, algo que no parece ajustarse a la evidencia en la mayoría de los casos pero, sobre todo, no se ajusta a la propia percepción que ellos tienen de su posición. Insisto en que la situación afecta a toda la clase trabajadora, lo cual incluye mujeres e inmigrantes de todas las etnias habidas y por haber pero sobre el varón blanco heterosexual se agrega el hecho de que es acusado de tener el privilegio de ser varón, de ser blanco y de ser heterosexual. Esto significa que se lo empuja a entrar en la competencia de las identidades, se le pide que se aferre a la propia como una cárcel y, al mismo tiempo, se le exige arrepentimiento por ser lo que es. No se le ofrece un lugar en tanto una identidad como cualquier otra sino que se le abre la puerta al juego en la medida en que se humille y acepte ser otro.

Como bien señala John Lloyd, en una nota publicada en www.quillette.com el 9 de febrero de 2022, a propósito de un nuevo libro de David Swift, llamado The Identity Myth, la salida que han encontrado muchos blancos (varones y mujeres también) ha sido o bien la autoflagelación pública como si por el hecho de ser blanco cada uno debiera rendir cuentas por las atrocidades que hicieron otros blancos en algún momento de la historia de la humanidad; o bien la apropiación de identidades presuntamente marginales por la vía de la orientación sexual (pansexuales, sadomasoquistas, fluidos, etc.) de modo que el privilegio de ser un varón o una mujer que pertenece a la “mayoría” blanca, quede olvidado detrás del hecho de pertenecer a una minoría sexual. A esto se le puede agregar una variante, esto es, quienes siguen dentro del canon heteronormativo pero, para no aparecer como privilegiados, fingen la estética de la marginalidad en la forma que ésta adopta en cada país: inmigración, pobreza, narcotráfico, explotación sexual. Basta ver cualquier video de los principales artistas del momento para observar este fenómeno. Eso sí: graban el video, suben la historia a Instagram, se sacan la foto con un marginal, y regresan al barrio cerrado. El punto, entonces, es que los blancos famosos, varones y mujeres, pueden hacer su puesta en escena en público y admitir sus privilegios porque los tienen y porque son privilegios económicos. Pero la gran mayoría de los varones y las mujeres blancas no tienen esos privilegios y no se les permite la expiación quizás, justamente, porque, sobre todo, son pobres.

Como reflexión final, podría decirse que, planteado así, el escenario es verdaderamente preocupante. Porque sin posibilidad de aferrarse a una identidad minoritaria capaz de competir en el mercado de los padecimientos, al trabajador no le quedan muchas opciones: o hace silencio y acepta su letra escarlata o acaba rumiando un resentimiento que en el mejor de los casos se expresará en las urnas votando opciones de derecha o, en el peor, podría derivar en nuevas formas aisladas o sistemáticas de violencia.

Foto: Pop & Zebra.


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