Existen muchos países donde la gente percibe la corrupción como un grave problema. Pero no sospecha que este fenómeno tiene unas consecuencias mucho más devastadoras de lo que aparenta. Muchos piensan que la corrupción es un simple robo de los dirigentes y los servidores públicos a los contribuyentes, a los ciudadanos. Y que estos últimos podrían resarcirse si los corruptos restituyesen el dinero sustraído. Sin embargo, aunque resulte paradójico, el dinero detraído no es el elemento más grave de la actividad corrupta.

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Los corruptos no se asemejan a ese elegante carterista de guante blanco que hurta limpiamente el efectivo pero restituye tarjetas de crédito y documentos. Actúan como esos torpes ladrones que, para desvalijar la vivienda, ocasionan destrozos por un valor muy superior a lo sustraído. Para detraer un millón de euros, la corrupción puede generar a la sociedad perjuicios desproporcionadamente mayores aunque el daño resulte menos visible que el palpable estropicio de los salteadores de viviendas.

Indigna el expolio de los fondos pero resultan mucho más nocivos ciertos elementos que van inexorablemente unidos a la corrupción: los favores concedidos, las decisiones políticas tomadas, el ejemplo ofrecido y el ambiente creado. Una nación moderna y próspera requiere instituciones que garanticen una combinación armoniosa de competencia y cooperación entre sus miembros. Pero un sistema corrupto, además de robar a los ciudadanos, impide la competencia, entorpece la eficiencia y desanima la cooperación. Y deslegitima un régimen político, abriendo la puerta a pretendidas soluciones no democráticas. Lo que se observa a primera vista en la corrupción no es más que la punta del iceberg, un mero síntoma de una grave enfermedad que corroe todo el cuerpo político y contagia al resto de la sociedad.

Quedan lejanos aquellos tiempos en que los economistas consideraban la corrupción como un lubricante, facilitador o catalizador de la economía. Ante un sinnúmero de trabas burocráticas, normas y regulaciones, unos oportunos sobornos agilizarían los trámites, permitiendo la actividad industrial, la apertura de nuevas empresas y la creación de empleo. Esta benigna visión se desvaneció al comprobar que esas normas y regulaciones no eran más que barreras establecidas deliberadamente por los políticos con el fin de crearse oportunidades de enriquecimiento inconfesable. Las trabas se dirigen a restringir la competencia, garantizando así sustanciosos beneficios a esos amigos que pagarán bien el favor concedido. Los sobornos y comisiones no agilizan nada: se asemejan más a la protección que venden los mafiosos contra la amenaza creada por ellos mismos.

Un sistema corrupto, impide la competencia, entorpece la eficiencia, desanima la cooperación y deslegitima el régimen político

Una selva de leyes y regulaciones

Los gobernantes corruptos multiplican las leyes y regulaciones hasta el límite, las formulan de manera extraordinariamente compleja, creando en el sistema económico auténticos cuellos de botella donde colocar sus particulares “peajes”. Esta gigantesca y enrevesada selva legal, plagada de trampas y arenas movedizas para quien no pague los sobornos genera en la economía unas pérdidas muy superiores a los sobornos recaudados pues destruye tejido industrial y dificulta la creación de empresas.

La corrupción generalizada lesiona la competencia y distorsiona el mercado pues no permite prosperar a las empresas más eficientes, ni a las que proporcionan mejor servicio, sino a aquéllas con mayor disposición a pagar sobornos. Por ello, cuando la administración contrata corruptamente servicios de empresas privadas, no solo infla el precio con las comisiones ilegales; también proporciona menos calidad. Y la omnipresente arbitrariedad genera enorme incertidumbre, desalentando la inversión productiva.

Pero el problema no se reduce sólo a empresas inadecuadas: los corruptos también impulsan proyectos inapropiados, con tremendo despilfarro de recursos escasos pues sus políticas no priman las partidas con mayor rentabilidad social sino, más bien, aquéllas que mayor flujo de comisiones ilegales y mordidas. Por ello, la corrupción tiende a sesgar el gasto de las administraciones hacia proyectos faraónicos, de escasa utilidad para el ciudadano. Llamativos e inútiles monumentos acaban salpicando todo el territorio como recuerdo, para generaciones venideras, de esta desaforada y particular fiebre del oro… ajeno.

Por todo ello, la corrupción conduce a muchas decisiones dañinas para la economía. Y su perjuicio sobrepasa con creces el mero sobreprecio pagado por los contribuyentes. Los políticos favorecen a empresas poco eficientes, construyen costosas e inútiles infraestructuras y promulgan normas perniciosas para el establecimiento de nuevas de empresas, para la creación de empleo. No sorprendería que el enriquecimiento ilegal de un millón de euros para los políticos ocasione a la sociedad un coste económico diez o veinte veces superior.

Mazazo a la confianza y a la legitimidad

Sin embargo, los males causados por la corrupción ni siquiera se limitan a los ya descritos: el deterioro se extiende a las percepciones y a las actitudes de los ciudadanos. Un sistema corrupto suele destruir la confianza que los ciudadanos tienen en los demás, ese delicado material con el que se teje el capital social, que permite la cooperación. Y lesiona gravemente la legitimidad de las instituciones, esa argamasa que mantiene unidas las vigas maestras del sistema político.

Un sistema corrupto destruye la confianza que los ciudadanos tienen en los demás y lesiona gravemente la legitimidad de las instituciones

Los estudios muestran que, en países con líderes corruptos, los ciudadanos tienden a confiar menos en las personas ajenas a su entorno. La imagen que cada individuo se crea de los demás, de la gente en general, se encuentra muy influida por aquello que percibe en sus políticos. Piensa que la gente se comportará igual que los gobernantes. Si los líderes son tramposos, mentirosos o incumplen su palabra, los sujetos se inclinan también a recelar de sus conciudadanos, generando así una conducta poco cooperativa y una tendencia a incluirse en grupos cerrados.

Por ello, es falso el razonamiento de que los políticos son corruptos porque la gente también lo es. La causalidad es distinta: cuando la gente percibe que los políticos no son honrados, se inclina a pensar que los ciudadanos desconocidos tampoco lo son. Y, si piensa que los demás son pícaros, considerará que una conducta honrada resulta demasiado ingenua en semejante ambiente. De este modo, cada individuo tiene incentivo a comportarse de manera no cooperativa pues cree que los demás tampoco lo son, con grave quebranto del capital social.

Por último, la percepción de la corrupción deteriora gravemente la legitimidad de un régimen político, esa noción que impulsa a las personas a respetar las normas que emanan de la autoridad, no por temor al castigo sino por convicción. La legitimidad se refuerza cuando los ciudadanos consideran que la autoridad se ejerce de manera justa y equitativa. Pero tiende a desvanecerse cuando observan que el comportamiento de sus líderes no resulta constructivo ni ejemplar. Cuando advierten que impera el privilegio, el abuso, la arbitrariedad y la corrupción. Y este fenómeno reviste muchísima gravedad: la pérdida de la legitimidad a ojos de los ciudadanos suele ser una de las señales más inequívocas de la descomposición de un sistema político y, en algunas ocasiones… de su caída en manos de autodenominados salvapatrias.

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Juan M. Blanco
Estudié en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad intentando aprender y enseñar los principios de la Economía a las pocas personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras la próxima colina. Nos encontramos en el límite: es momento de mostrar la gran utilidad que pueden tener las ideas.