Un paro nacional que se extiende rebasando los derechos del descontento ha venido a colmar de incertidumbre la economía colombiana, ha degradado el prestigio de su moneda y ha puesto la confianza de sus protagonistas en cuarentena. También la sociedad se ha visto sacudida por el suplicio de semanas de protestas encabezadas por la ira, el resentimiento, pero sobre todo por la desinformación. No hay que estar al tanto en letras griegas para comprender que es de necios pedirle peras al olmo, aunque bien se requiere saber (y no es poco en estos tiempos) que las cosas son como son; al menos en parte. Y en esa parte firme, enclavada a la tierra inalterable, es donde entra la buena mano del economista para recordarle a los deseos que sin el propósito del trabajo efectivo sus triunfos hallarán seguro resguardo en el vacío de la mente. El descontento solo se topa con vientos favorables cuando el espíritu del pueblo lo ha digerido y lo experimenta reconducido como admiración secreta en el día a día. Eso no ocurre en Colombia. Sus reclamaciones son más que familiares para el ya afinado oído castizo que bien sabe adónde llevan las conquistas de los cielos; renta básica, moratorias, subvenciones a Pymes, casta política ¿les suena?

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Todo se tuerce con la invocación a una reforma fiscal inoportuna, ineficiente, indeseable pero inevitable por parte de la Administración-Duque. No sacudan su cabeza buscando la complacencia de las políticas socialdemócratas keynesianas. Iberoamérica no goza del músculo económico europeo ni del abrazo de una Unión que a trancas y barrancas garantiza una segura estabilidad monetaria y fiscal. Con un pueblo varado en la pobreza solo la fría inflexibilidad macroeconómica del Banco de la República mantiene a raya la más humana de las desviaciones por aumentar los placeres renunciando a los preparativos. La ilusión que insufla sobre el ánimo popular la creación artificial de dinero pulula, eso sí, desalentada sobre la cima de un país que ha visto a sus más inmediatos vecinos ahogados por lo infortunios de querer acabar con las desgracias humanas apretando un botón. El pobre no tiene respiro, debe parecer impecable, inalterable, disciplinado si no quiere verse desatado por las fuerzas vivas del mercado. En Latinoamérica las buenas intenciones las carga el diablo elevando la prudencia al único rango donde se asienta el bienestar social. Pero lo razonable no está exento de exabruptos más cuando se ejerce desde el filo corrosivo de la pobreza y la desigualdad. Por eso mismo el gobierno ha ido a buscar financiación allá donde el dolor fuera menos intenso y su memoria más débil.

La política de confinamientos cuyo servicio a la humanidad ha traído más infortunios que los que son propiamente achacables al virus nos protege de esa falsa sensación apocalíptica de muerte y destrucción sembrando con la misma destrucción y muerte una vida agotada a la sucesión de acontecimientos vacíos y pueriles

Sin embargo, un sistema tributario ineficiente, asimétrico y regresivo no puede dejar contento a nadie. Como así ha pasado. (i) Es ineficiente; porque un país desgarrado por una galopante informalidad no está en condiciones de ejercer la más mínima ecuanimidad fiscal entre sus bases. Dotado de una institucionalización fiscal de tan corto vuelo (presión fiscal por debajo del 20%), se ve impedida para ejercer el más elemental ajuste de las rentas a los frutos del trabajo y al ejercicio distributivo de fiscalización de las rentas más altas y de los delitos más cuantiosos. Todo ello precipita el ejercicio tributario a un uso abusivo de la imposición indirecta (IVA) empujado por su facilidad recaudadora y siempre en connivencia con los más desfavorables efectos sobre la desigualdad pre fiscal que palpita de fondo; (ii) Por otro lado es asimétrico; porque la misma informalidad sirva de contención contra el gasto público cuyo interés logra rozar levemente los dolores de la población más desfavorecida (solo el 40% de los programas sociales atraviesa a los más ricos de entre los pobres según la Cepal). La desconexión entre las clases formales y populares aleja del interés común a los que miran desde abajo y una pesada carga del “hombre tributante” tuerce su dirección económica hacia el lugar que el destino le haya concedido. (iii) Por último la administración tributaria es regresiva. La misma informalidad arrastra al fuego las políticas sociales progresistas. Tanto en asignación como en resultados, el gasto público dirigido a combatir la lacra de la desigualdad la enardece vivamente. Solo los menos pobres de entre los más pobres se ven favorecidos por las partidas de subsidios y salario mínimo condenando al resto a una regresividad en su estatus social y dignidad económica. La desgracia que atraviesa a este trozo de mundo atiende así: las oportunidades se concentran como resultado del deseo nacional por forjar buenas obras. No se puede hacer más con menos.

No nos queda más remedio que buscar la salida a este descontento social zambulléndonos en causas más profundas que las que ofrece la reforma fiscal o la desigualdad social dejando sentir su poder sobre el corto vuelo de la opinión pública. Habrá que poner el dedo inquisidor sobre la administración de los confinamientos cuyos hábitos han desgastado nuestras vidas sumidas a ordinarios quehaceres. Una gran mayoría de los manifestantes son jóvenes cuya dirección viene desligada de elevadas razones de política económica. De ello es la aparición de grupos desarticulados, un descontento que se presume en la falta de manejo y concreción de alternativas efectivas. Su descontento se ve atrapado por esa obscena sensación de ver en aquello mismo que los libera su condena a una salud de barro. La política de confinamientos cuyo servicio a la humanidad ha traído más infortunios que los que son propiamente achacables al virus (muchos tiraran de estadísticas deformadas para no aceptar esta vergonzosa verdad) nos protege de esa falsa sensación apocalíptica de muerte y destrucción sembrando con la misma destrucción y muerte una vida agotada a la sucesión de acontecimientos vacíos y pueriles. El grito de los jóvenes en Colombia, pero también en Ceuta recientemente, y por qué no verlo en el silencio rebelde de la humanidad que despierta de su letargo, adquieren una nueva dimensión triunfante: la de ponerle fin a una estrategia desastrosa se mire por donde se mire que solo ha alentado violencia y avivado el sufrimiento de aquellos mismos miserables a los que aspirábamos a proteger bajo el refugio de una vida confinada.

***Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas.

Foto: SamuelHassel.


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