Según se cuenta, Mark Twain envió un telegrama al periódico que había informado de su muerte para decirle que esa noticia constituía una exageración. Hoy, una pifia similar sería considerada como una grave ofensa y se ganaría una catarata de torvas insinuaciones sobre la intención del informante y acabaría convertido en una injustificable agresión, en una ofensa imperdonable. Vivimos en una época en que las sobreactuaciones, los esdrújulos y toda suerte de exageraciones dominan el panorama, en lo que es, sin duda, el paraíso soñado por los ofendidos y el ideal de los catastrofistas y de profetas cenizos.

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Sin exageración, no hay de qué hablar porque es muy difícil asomar la cabeza entre miles de millones, así que se impone el grito, la moral de guerra imprescindible para cualquier victoria y la conversión de la esfera pública en una suerte de apocalipsis porque no se concibe que haya revelación sin enorme ruido. Cualquier nimiedad arrasa en las redes o las incendia, convulsiona el universo mundo. Todo acontecimiento se dice histórico, y todo proceso que se precie ha de crecer de manera exponencial, signifique eso lo que signifique, aunque quienes lo digan no sepan lo que dicen porque suelen andar algo ayunos de cualquier cálculo.

Cualquier actor que fallece se convierte en una leyenda del cine, y todo escritor que fenezca será presentado de inmediato como un testigo excepcional de su época, absténganse los testigos normales que pretendan describir algo sin hipérboles

Si de lo que se habla es en verdad importante, que no siempre es el caso, enseguida se agotan los calificativos, como ha ocurrido con el asunto del clima en el que hemos pasado, en horas veinticuatro, del mero cambio climático a crisis climática y, a renglón seguido, a una emergencia climática, que no hace presagiar nada nuevo, así que abróchense los cinturones. Cualquier actor que fallece se convierte en una leyenda del cine, y todo escritor que fenezca será presentado de inmediato como un testigo excepcional de su época, absténganse los testigos normales que pretendan describir algo sin hipérboles.

La Covid que venimos padeciendo por meses ha sido pasto propicio para la proliferación de toda clase de excesos verbales en parte por la incapacidad tan común de manejar números con cierta solvencia. Los adjetivos comunes se han considerado enseguida ineptos para describir una situación que todo el mundo se ha sentido autorizado para exagerar, como si no pudiésemos darnos cuenta de la magnitud del daño sin recurrir a enormidades estadísticas y a alarmismos de toda índole. Los profetas tempranos nos aseguraron con toda seriedad que el mundo ya no volvería a ser lo que era (como si alguna vez lo fuese) y que cualquier medida extrema resultaría inexcusable, una ocasión pintiparada para denunciar a grito pelado a toda esa retahíla habitual de enemigos de la humanidad, empezando con aquello tan hermoso de que la libertad no podía confundirse con el libertinaje y asegurando que no podía haber libertad para contagiar, pero, sí, al parecer, para decir toda clase de melonadas.

Las exageraciones de toda laya tienen la ventaja de darle emoción a la vida, permiten vivir en una batalla perpetua contra el mal, en ese estado ideal que muchos llaman guerra cultural, tal vez porque no han oído nunca hablar de lo que los retóricos llaman oxímoron. La ciencia misma no se libra de las exageraciones más procaces de forma que abundan los que aseguran que pronto seremos inmortales o los que están ciertos de que en pocos años harán maravillas con nuestros cerebros de forma tal que se acabaría con los tontos (es de suponer) y, ya puestos, con los molestos escépticos que no acaban de creer vaya a ser verdad tanta belleza.

Siempre que he coincidido con alguno de estos sabelotodo les he hecho una consideración de este estilo: pero vamos a ver, si no siempre se acierta a arreglar con solvencia una simple rodilla (estoy operado de ambas) que es como el mecanismo de un chupete en comparación con el cerebro, ¿cómo se va a intervenir con tan extrema pericia en nuestras cabezas? También les pregunto otras dos cosas: ¿cómo es que no sabemos imitar algo tan básico como la función clorofílica? y, para terminar, ¿cómo no sabemos arreglar un corazón cuando se estropea? Suelo llegar a la conclusión de que hay mucho fanfarrón suelto. Con científicos como estos perorando por las redes no deja de ser explicable que algunos aseguren que Bill Gates (o Soros, que también es de esa banda) ha metido unas moleculillas en las vacunas para controlarnos al milímetro.

Las exageraciones han pasado a formar parte fundamental de un gran número de discursos políticos, los que permiten a Trump afirmar que le han robado las elecciones, o los que autorizan a un ministro del gobierno español a decir que las carnes ibéricas de exportación constituyen un peligro para la salud, es decir un peligro mucho mayor que el de comer cualquier carne, que ya nos ha advertido este chico del riesgo que corremos con esas proteínas tan sospechosas para la ciencia.  Esta joya de la política científica se apellida Garzón y es obvio que hace unos extraordinarios esfuerzos para que notemos que existe, pero me temo que no consigue que dejemos de pensar que es un poco memo.

En fin, que si hacemos caso a lo que se nos dice vivimos en un mundo en el que abundan los prodigios y en el que, para que no se diga, los políticos consultan de continuo a los electores: por ejemplo, si unos escasos miles de ciudadanos de una urbe millonaria contestan a unas preguntas de respuesta pagada sobre cualquier ocurrencia municipal se nos hace saber que las resoluciones que se adopten han estado sometidas a consulta ciudadana, nada menos.

En un memorable pasaje del Quijote se recoge el siguiente diálogo entre el caballero de la triste figura y su orondo escudero: “¿Qué te parece desto, Sancho? ‑dijo Don Quijote‑ ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”, pues algo parecido podríamos pensar sobre el posible remedio contra los confusionarios encantos de la exageración. La única forma de evitar que nos lleven a donde no quisiéramos ir es tratar de pensar por cuenta propia, aplicar la lógica, hacer algunos números y no prestar la menor atención a los que sepamos que mienten por principio o solo hablan en virtud de su interés. Es un trabajo, sin duda. El mundo nos parecerá menos emocionante que si tanto prodigio, crecimiento exponencial y suceso histórico fuesen algo cierto, pero, a cambio, podremos tratar de vivir a nuestro arbitrio y nos libraremos de numerosas pesadillas que el mero paso del tiempo suele dejar muy en ridículo.

Foto: Luke Jernejcic.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web