Las explicaciones de lo que se ha dado en llamar “invierno demográfico” son variadas, pero básicamente se dividen en dos tendencias. Las que inciden en la incertidumbre material y las que apuntan a transformaciones culturales. Yo mismo he abordado el problema en alguna ocasión desde un enfoque cultural y no material, aunque también los segundo pueda tener alguna incidencia.

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Para considerar que lo material pesa menos que lo cultural me remito a aquellos países que, además de tener una renta media muy alta, llevan décadas aplicando potentísimas políticas para incentivar la natalidad, y pese a ello no sólo siguen sin alcanzar la tasa de reposición, sino que las perspectivas de que lo logren en el futuro son casi inexistentes. También me remito al hecho incontrovertible de que los hogares más pobres tienen un promedio de hijos superior al de los hogares más ricos, por lo que la cuestión económica no parece decisiva.

Ser un buen padre o una buena madre se percibe hoy poco más o menos como  diseñar la máquina más sofisticada del mundo sin saber ni una palabra de ingeniería

Como todo problema sistémico que se manifiesta de forma masiva, el desplome de la procreación es un asunto muy complejo. De ahí, claro está, que no se resuelva con ayudas materiales, pero tampoco con la adopción de enfoques culturales que a priori pueden parecernos paradigmáticos.

Creo que, en efecto, la razones son más culturales que económicas, pero también que estas razones son variadas y bastante complejas, hasta el punto de que proyectar una solución definitiva es, en el mejor de los casos, una tarea titánica. No basta con revigorizar la familia tradicional. No porque no crea en ese modelo, sino porque me temo que como solución se queda muy corta.

No es sólo que la llamada “familia democrática” desafíe a la familia tradicional, o que el uso de medios anticonceptivos en el seno de la propia familia se haya convertido en una práctica muy extendida, o que el sexo lúdico se imponga a la función reproductiva, o que se haya popularizado la idea de que los hijos hay que concebirlos como planes quinquenales de la Unisón Soviética o esperar el momento exacto en el que se alineen los astros. Hay otro factor que incide con fuerza en la negación de la paternidad: el convencimiento de que es una materia extremadamente compleja para la que no estamos preparados. Ser padres se percibe hoy poco más o menos como tener que diseñar la máquina más sofisticada del mundo sin saber una palabra de ingeniería.

El instinto paternal, la buena voluntad, el sacrificio y la devoción ya no son suficientes. Hay que estar al corriente de innovadoras teorías psicológicas y sofisticadas técnicas pedagógicas para poder aplicarlas masivamente o, en su defecto, delegar en un ejército de expertos de diferentes disciplinas para conjurar los temibles riesgos de la incompetencia paterna. Llevar al hombre a la Luna es una broma en comparación con la paternidad. A esta percepción tan acongojante se añade además un feroz determinismo: la creencia en que un hijo será feliz o desgraciado, exitoso o fracasado, rico o pobre en función de los aciertos y errores de los padres. No es ya que los padres influyan en la formación del carácter de los hijos, es que son absolutamente determinantes: “Tú me hiciste como soy. Luego, lo que ocurra conmigo será culpa tuya». ¿A quién no le intimidaría el juicio eterno de sus decisiones y actos, incluso de los más intrascendentes?

En cierta forma, los hijos ya no son los hijos de sus padres, son los hijos de su tiempo. La paternidad se ha modernizado. Pero es una modernización asimétrica. Mientras los hijos son cada vez más libres, los deberes de los padres son exactamente los mismos que hace cien años. Para ellos no ha habido relajación. Al contrario, sobre las obligaciones tradicionales, que se han mantenido incólumes, se han añadido otras nuevas que dejarían perplejos a nuestros ancestros.

La razón de esta asimetría, como digo, es que los hijos ahora son más libres que nunca. Ya no se sienten concernidos por ese quid pro quo en el que posiblemente a usted, querido lector, le educaron. El título de padre ha sufrido una devaluación tan radical que la entrega o el sacrifico ya no sirven, no ya para ganarse el amor de los hijos, sino siquiera para hacerse acreedor a su respeto o a una mínima atención en la vejez. De tal suerte que, según los hijos se van haciendo mayores, para no perderlos, los padres tienen que desarrollar nuevas habilidades, aprender estrategias para resultar especialmente atractivos y seductores, simpáticos y atrayentes, ser un rostro sonriendo eternamente. De lo contrario, los perderán sin remedio. Ni qué decir tiene que el padre que hace algo incorrecto, comete una falta o simplemente se equivoca lo paga muy caro, porque la severidad que antaño tenían los padres con los hijos se ha dado la vuelta. Ahora son los hijos quienes castigan a los padres. Y son bastante duros, tanto que sus condenas pueden ser perpetuas.

Esta asimetría donde los hijos son cada vez más libres y los padres, cada vez más esclavos, se corresponde con actitudes que imperan más allá de la familia. Por ejemplo, la amistad también se ha devaluado. Cada vez más personas tienen relaciones interesadas, no tanto amigos. Los «amigos», de igual forma que les sucede a los padres una vez cumplen su cometido, tienden a ser amortizados cuando dejan de ser útiles para la consecución de determinados objetivos. Dicho de forma muy directa: en la sociedad actual no importan los favores recibidos, sino los favores por recibir. La ingratitud y el olvido no son un fallo del sistema, son el sistema mismo.

En el fondo de este complejo problema subyace la pretensión cada vez más extendida de que la vida consista en una sucesión de experiencias y momentos gratificantes, donde el sufrimiento es inaceptable y los malos momentos se perciben como condenas injustas que deben ser abolidas. Lo que es completamente imposible, si se quiere, claro está, vivir verdaderamente. La vida, nos guste o no, tiene sus reglas y éstas rara vez atienden a lo que es justo, simplemente hay que apechugar con ellas, sobrellevarlas, aprender a caer para volver a levantarse. De lo contrario, nos recluiremos dentro de una burbuja, un metaverso, donde las personas no son de carne y hueso, sino dibujos animados. Este metaverso tarde o temprano acabará desmoronándose. Y cuando lo haga, nos quebraremos sin remedio.

Lo mismo ocurre con el sentimiento. Pretender que sea siempre gratificante lo desnaturaliza y nos deshumaniza, a nosotros y a nuestros iguales. El sentimiento da sentido a la vida. Por eso nada compensa su ausencia. Ningún logro ni éxito llenará su vació. Ocurre que el sentimiento auténtico también implica sufrimiento. He aquí el problema. No se puede sentir si no se está dispuesto a sufrir. Por eso, de las personas amadas, sean nuestros hijos o nuestros padres, también hay que aprender a tolerar, a sobrellevar mediante el cariño sus defectos, errores, equivocaciones, carencias, preocupaciones y angustias. El sentimiento se demuestra auténtico cuando somos capaces de querer a alguien no sólo cuando nos colma de dicha sino también cuando nos defrauda.

Quizá, para animarse a ser padre bastaría con entender todo esto y asumirlo. Si los padres son capaces de hacerlo, quizá a su vez los hijos lo acaben entendiendo… antes de que sea demasiado tarde para ellos. En definitiva, si nos preocupa que nuestro mundo se convierta en un gigantesco geriátrico, el primer paso para tratar de evitarlo consistiría en desprenderse de este miedo cerval, desproporcionado y ridículo a traer al mundo hijos, porque, digan lo que digan los expertos y los agoreros, la paternidad no es un posgrado imposible ni una condena, es la vida misma y la vida siempre encuentra su camino. Siempre se abre paso.

Foto: Émile Séguin.

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