Mi hija mayor tiene 4 años y su padre una suscripción a Disney+ (o como dice el tipo del anuncio, “Disney Plas”; no me pregunten por qué). Esta doble circunstancia supone que en mi formación académica ahora verse un MBA en Frozen. No en vano, mi hija me somete a una diaria y exhaustiva revisión (de volver a ver, no de analizar) la película original y su secuela. El martilleo es tan inexorable que cuando escucho la sarabanda de Handel o el Du hast de Rammstein, en mi cabeza sólo suena el “¡Sueltalo!, ¡sueltalooooo!”.

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Aun dichoso por la felicidad de mi hija, me considero hombre leído y viajado, por lo que porfío en transmitirle que en el mundo hay mucho más deleite que las vicisitudes de Elsa, Anna, Olaf y compañía. De ahí que, recientemente, visionáramos Los aristogatos (1970). Próximo a la emoción catatónica por librarme del yugo de las hermanas Frozen (me imaginé sus miradas vengativas murmurando un lúgubre “Volveremos… y lo sabes”.), cuál fue mi sorpresa que antes de la película gatuna, Disney firmaba un breve comunicado en el que (sic) a fuer de los tiempos que corren, pedían disculpas de antemano por el contenido racista de esta película.

Nunca nos ha ido especialmente bien en épocas de reescritura de la historia. Tampoco en las de negación de esa propia historia. El afán por establecer una tabla rasa con carácter retroactivo suele devenir en el aberrante “Eurasia nunca ha estado en guerra con Oceanía”

¿Racista? ¿Los Aristogatos? Analicé cada minuto de la película fotograma a fotograma, línea de diálogo a línea de diálogo, obviando incluso los comentarios despectivos de mi hija porque en la película no salían las omnipresentes Elsa y Anna. No encontré absolutamente nada turbio. ¿La acaudalada dueña de los gatos? ¿El avaro mayordomo? ¿Los propios gatos y sus ademanes refinados a la francesa? ¿Quizás Tom O’Malley y su clara impronta irlandesa bohemia? ¿Las ocas y su acento inglés? No, nada convincente. Recurrí a la web de la propia Disney y, por fin, di con la respuesta. Según el reino de la fantasía, Los Aristogatos es un film racistoide porque un minino de la banda de O’Malley “aparece como una caricatura racista de los pueblos de Asia oriental, con rasgos estereotipados exagerados, como ojos rasgados y dientes de gamo. Canta en un inglés mal acentuado, con la voz de un actor blanco, y toca el piano con palillos”.

Más allá de calibrar y debatir sobre la honda importancia o tremenda soplapollez de la estimación ut supra, resulta inquietante el punto de finura de la piel que se está alcanzando en pos de no sé qué fin. Y de entre todos los calificativos que me brotan, el de sospechoso es el más se adapta a mis conclusiones. Sospechoso porque este puntillismo extremo no es natural, esta suerte de credo homogéneo parece imponerse incluso antes de que nazca la opinión propia y el siempre sano debate. Un credo que cercena de raíz las circunstancias y el bello gris de la duda. Volvamos a los mismos aristogatos. Aún aceptando el improbable caso de que un asiático se haya rasgado las vestiduras porque un gato de dibujitos (es que es de chiste) pueda mancillar una de las culturas más prolíficas, vetustas y complejas de la humanidad, no olvidemos que se trata de un film de hace más de 50 años, época, los setenta, en la que una globalización incipiente se abría paso y la manera más natural (ni buena ni mala, natural) de presentar el mundo a los niños era reforzando estereotipos inocuos entonces y ahora.

Empero, me parece bien el hecho de que la propia “Disney Plas” no haya decidido, como reza literalmente, “eliminar” un contenido sin ninguna maldad entonces y ahora. Es loable, de hecho, el esfuerzo en, suponemos, analizar para prevenir los posibles conflictos que relatos y discursos de hace algunas décadas puedan encajar en la infancia actual (los tiempos cambian, después de todo). Pero quizás porque el diablo sabe más por viejo que por diablo, mucho me temo que esta censura y esquizofrenia revisionista sea insaciable y no tarde en pedir más sacrificios a sus propios dioses. Más aún, cabe preguntarse, no es descabellado, que todo esto se la traiga realmente al pairo al ratón Mickey y esta política pro-puntillosos no sea más que un simple parche para evitar conflictos. A los tesoreros lo que más les gusta es la tranquilidad.

En cualquier caso, no debe olvidarse que nunca nos ha ido especialmente bien en épocas de reescritura de la historia. Tampoco en las de negación de esa propia historia. El afán por establecer una tabla rasa con carácter retroactivo suele devenir en el aberrante “Eurasia nunca ha estado en guerra con Oceanía”.

No sé si tendré que callar mis propias palabras porque de aquí a unos años encuentre el Mein Kampf en la mesita de noche de mi hija, pero lo que sí tengo claro es que no quiero que mi hija sea imbécil. Imbécil por no pensar por sí misma, por debatir, por cuestionar, por analizar cada cuestión con todas y cada una de sus circunstancias, sean culturales, históricas o la que usted guste. Imbécil por no sacar sus propias conclusiones. Imbécil por no llevarme la contraria o imbécil por no asumir que efectivamente, el verdadero imbécil era yo y que, en efecto, los aristogatos han sido siempre unos cerdos fascistas. Heil mein katze!

Imbécil porque su padre no le alertó de que el mundo y la vida son, en demasiadas ocasiones, unos lienzos claroscuros. Pero que, en su misma hediondez, a pesar de todo, lo bello resurge y vence; que la vida siempre se abre camino, y que ella, mi hija, si es capaz de escapar de la idiocia imperante y analfabeta de nuestros días, se convertirá por méritos propios en una luz de esperanza para este mismo mundo cada vez más paleto y terraplanista.

Andrés Ortiz Moyano, periodista, escritor y consultor de comunicación.

Imagen: fotograma de la película Los Aristogatos (1970).


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