Los que no somos economistas y, supongo, algunos que sí lo son, nos quedamos estupefactos al escuchar en labios de algunos gurús macro la afirmación de que no hay que preocuparse por la Deuda Pública de España porque todo el mundo sabe que las deudas públicas no se pagan. Si alguno de ustedes no ha oído nunca esta sabia consideración, les puedo asegurar que yo la he soportado en múltiples ocasiones, justo castigo, imagino, por tener según qué amistades.
Con todo, lo más grave no es que tengamos en España una deuda pública seguramente insostenible (en torno al 100% del PIB según el protocolo contable de la UE, y mucho más cerca del 150% si, en lugar de disimular sus dimensiones, la medimos en términos de los activos circulantes), sino los efectos morales y políticos que acarrea el hábito de gastar lo que no se tiene y acrecentar la deuda. Esos gurús tan optimistas (economistas del Estado, directores generales del Banco de España…, grandes funcionarios todos ellos) constituyen el soporte técnico, por llamarlo de algún modo, de la irresponsabilidad política, de la irrefrenable tendencia a olvidarse de justificar el gasto y la miserable costumbre de engañar a los ciudadanos haciéndoles comprar no lo que quieren y/o necesitan, sino lo que se les ha hecho creer que desean.
Es falso que la deuda no se pague, la pagamos cada día pues sus intereses actuales equivalen a unos dos euros por español y día, mientras las administraciones públicas continúan gastando cada día 100 millones más de lo que recaudan
Para empezar, es literalmente falso que la deuda no se pague, la pagamos cada día pues sus intereses actuales (sin pagar el principal) equivalen a unos dos euros por español y día, mientras las administraciones públicas continúan gastando cada día unos 100 millones más de lo que recaudan, de forma que la deuda sigue creciendo, no cede, aunque su porcentaje merme porque aumenta el PIB, y los intereses a los que se paga se podrán disparar en cualquier momento. A los tipos actuales, necesitaríamos cerca de veinte años sin déficit público, dedicando un 5% del PIB anual en acabar con el principal. Desde luego, no es una herencia envidiable.
Nos saldrá muy caro pagarla, pero más caro resulta todavía el habernos acostumbrado a ese comportamiento político del déficit incesante que es la condición necesaria de toda demagogia. Para empezar, al endeudarnos perdemos independencia, soberanía, hemos de atenernos a las reglas que fijen los prestamistas, y suelen hacerlo de forma que la política nacional quede supeditada a sus directrices. Esto vale también para los supremacistas catalanes, pero, por lo que se ve, Mariano Rajoy y el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, les dejan jugar a no enterarse.
Puede que a muchos no les parezca grave esta sumisión a terceros, pero es que la cosa no se queda ahí. ¿Por qué crece la deuda? La respuesta es muy simple, porque las administraciones gastan lo que no tienen, esperando que nuestros bolsillos se lo acaben pagando en años venideros, legitimando una subida continuada de impuestos y un empobrecimiento creciente de los ciudadanos cada vez más al servicio de unas administraciones bulímicas y crecientemente obesas.
Al hacerlo así nos privan de una libertad básica, la de poder elegir en qué se gastan nuestros fondos, siendo, como son, escasos. Si nos preguntasen si se construye una carretera, se levanta un centro cultural o se contratan a mil funcionarios nuevos, podríamos pensar qué es lo que nos conviene más, discutirlo y elegir. Puede que escogiésemos, incluso, pedir un préstamo para poder hacerlo todo a un tiempo, pero es muy fácil que, la mayoría de las veces, eligiésemos entre objetivos incompatibles (¿recuerdan lo de cañones o mantequilla?) y pospusiéramos lo menos importante.
Esa es la libertad que nos arrebata la deuda creciente: nuestros políticos no quieren que pensemos demasiado, ya están ellos para eso, y presuponen que, niños caprichosos y glotones, lo queremos todo a la vez. A cuenta de esa presuposición, ellos siguen aumentando su poder, contratando asesores, acreciendo el tamaño de sus aparatos, poniendo distancia entre sus aposentos, donde se refugia la verdadera sabiduría, y el clamor del populacho al que se ha enseñado a pedir más, a reclamar “que paguen los ricos”, como si no existieran el IVA o el IRPF.
Sin libertad de elegir, solo queda la obediencia debida, la sumisión al dogma político imperante, aplaudir la supuesta solidaridad que le presta el disfraz imprescindible a la corrupción
Sin libertad de elegir, solo queda la obediencia debida, la sumisión al dogma político imperante, aplaudir la supuesta solidaridad que le presta el disfraz imprescindible a la corrupción, al enriquecimiento sin medida ni patrón de los amigos privados de los grandes gastos públicos. De paso, nos han enseñado a no calcular, a homologar como beneficios reales cualquier clase de disparate administrativo, a ser pedigüeños porque, tontos de capirote, esperamos el auxilio solidario de quien previamente nos esquilma.
La deuda pública creciente es una ideología perversa a la que se acogen todos los políticos con la excusa de que no pueden defraudar nuestras esperanzas, pero ya es hora de que caigamos en la cuenta de que no les importan en absoluto. Supongo que esto explica cómo los Parlamentos, que nacieron para recortar el ansia recaudadora de los reyes, se han convertido en feroces impulsores del gasto, de una deuda monstruosa que se disfraza de don, de dádiva y milagro para ocultar lo que haya de trile y estafa.
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