Viejo y antiguo no son lo mismo. Viejo es aquello que se ha deteriorado por el paso del tiempo, que ha perdido sus cualidades y su utilidad, total o parcialmente. En cambio, antiguo es algo que existe desde hace tiempo pero que sin embargo conserva sus cualidades. No es lo mismo un automóvil viejo que uno antiguo. En el primero, viejo apunta a un deterioro que compromete su uso, el mal estado de la pintura, la aparición de óxido, componentes que funcionan deficientemente, el consumo de aceite por desgaste del motor, etc. Antiguo, sin embargo, alude al que sigue funcionando correctamente de acuerdo con las especificaciones de fábrica.

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Lo mismo que ocurre con los automóviles sucede con las ideas y derivadamente con la política. A veces nos apegamos a lo viejo, aunque sea evidente que ha dejado de funcionar, y otras a lo antiguo, a aquello que a pesar del paso del tiempo sigue siendo perfectamente válido. El comunismo, por ejemplo, ha devenido en un trasto viejo. De hecho, si lo equiparáramos con un automóvil, podríamos decir que, ya en origen, estaba mal diseñado. Una circunstancia que habría acelerado su decrepitud. Con otras ideas tanto o más viejas que el comunismo no sucede lo mismo porque siguen siendo válidas, útiles. Como el automóvil antiguo, todavía pueden prestarnos un gran servicio.

Ideas que envejecen mal

Ocurre que a veces las ideas que envejecen mal pueden parecernos de una utilidad incontestable, aun cuando dejan de funcionar. Esta cerrazón no siempre obedece a la vehemencia de sus partidarios, como sucede con el comunismo. La concatenación de circunstancias favorables puede ocultar graves deficiencias, creando la ilusión de que el bienestar que nos ha acompañado durante las últimas décadas es producto de esas ideas y no tanto de circunstancias excepcionales. Pero debería dar qué pensar que los signos de agotamiento de esas ideas se manifiesten justo cuando el viento favorable deja de soplar.

Cuando este sistema de alternancia empezó a mostrar alarmantes síntomas de agotamiento, sus partidarios llegaron a la conclusión de que no había envejecido mal, al contrario: estaba muriendo de éxito

Esto, a mi juicio, es lo que ha sucedido con la socialdemocracia o, en su defecto, con el sistema de alternancia socialdemócrata y democratacristiano que surge tras el final de la Segunda Guerra Mundial para convertirse en el canon de la política europea. Un modelo con el que los socialdemócratas se sienten muy cómodos, al fin y al cabo, tanto ellos como los democristianos comparten la bandera de la justicia social y aspiran a que el Estado sea su indiscutible campeón.

Cuando este sistema de alternancia empezó a mostrar alarmantes síntomas de agotamiento, sus partidarios llegaron a la conclusión de que no había envejecido mal, al contrario: estaba muriendo de éxito. La prueba que esgrimieron es que su vigencia coincidía con el periodo de mayor prosperidad, bienestar y paz que Europa haya conocido.

El final de la edad de oro

Pero cabe preguntarse si no fue más bien al revés. El éxito socialdemócrata podría ser deudor de su coincidencia en el tiempo y el espacio con un conjunto excepcional de circunstancias favorables. Fundamentalmente, una energía barata y abundante; el acceso a las materias primas sin apenas competencia; el progreso tecnológico, que a su vez permitió un aprovechamiento cada vez más eficiente de los recursos disponibles; la reconstrucción de la posguerra, que demandó abundante mano de obra; y el boom de la natalidad.

Ninguna de las circunstancias que primero apuntalaron y después proyectaron el éxito socialdemócrata se da en la actualidad

A esto habría que añadir el auge económico de los Estados Unidos y su proyección sobre el viejo continente como un potentísimo agente financiero, y por último la amenaza soviética, que funcionó como un formidable pegamento para la estabilidad política de los países europeos, con el bonus track de que los Estados Unidos corrieron con la parte del león del gasto de defensa el tiempo que duro la Guerra fría, dejando las manos libres a los políticos europeos para que gastaran en estados de bienestar cada vez más exuberantes y ubicuos. De ahí que algunos políticos estadounidenses señalen que los estupendos estados sociales europeos fueron financiados por los contribuyentes norteamericanos. Y llevan buena parte de razón.

Sea como fuere, ninguna de las circunstancias que primero apuntalaron y después proyectaron el éxito socialdemócrata se da en la actualidad. Esto es más que evidente. Sin embargo, varias generaciones de europeos han nacido a su sombra y vivido arrastrados por su inercia. No conocen otra cosa. Condicionados por un marco mental fuertemente arraigado a lo largo de décadas, se resisten a abandonar su zona de confort y asumir la nueva realidad. Es lógico, al fin y al cabo, buena parte de nuestra existencia se han beneficiado de una edad de oro socialdemócrata que, guste o no, ha llegado a su final.

La otra polarización

Que cada cual defienda lo que considere oportuno es perfectamente legítimo. El problema es el empeño, para mí casi irracional, de prolongar un modelo de Estado de bienestar, que no es subsidiario, como lo era en origen, sino universal, en base a la inmigración masiva, el endeudamiento, la exacción y el exceso de liquidez que proporcionan los bancos centrales.

Hay ideas antiguas, no viejas, principios heredados que para muchos siguen siendo perfectamente válidos y que, en su opinión, vale la pena rescatar, por más que el consenso socialdemócrata los haya desterrado

La negativa a aceptar que el rey está desnudo se está traduciendo en una sobrerreacción frente a todo aquello que desborde el estrechísimo terreno de juego de la alternancia socialdemócrata. Demasiados ilustres socialdemócratas tienden a abusar, como hace la izquierda más radical, del catastrofismo y la hipérbole. Expresiones como extrema derecha, ultraconservador, liberalismo salvaje o la más figurativa “marea negra”, en referencia al complejísimo movimiento “conservador” que emerge en Europa, abundan en sus opiniones, contribuyendo así, como cualquier otro exaltado, a la polarización que dicen detestar.

Por supuesto, hay ideas peligrosas que se nutren del descontento, los desaguisados de pésimas políticas y la zozobra de muchos europeos ante un futuro cada vez más incierto, y también personajes oportunistas, locos o desalmados detrás de los que a menudo despunta el interés de terceros países por desestabilizarnos.

Pero también hay ideas antiguas, no viejas, principios heredados que para muchos siguen siendo perfectamente válidos y que, en su opinión, vale la pena rescatar, por más que el consenso socialdemócrata los haya desterrado. Esto, que tanto escandaliza a estos socialistas moderados, no constituye ninguna marea negra. Simplemente es la política intentando regresar al viejo continente. Es el conservadurismo, el liberalismo clásico y la derecha tradicional buscando su identidad y reclamando su lugar en la polis. En definitiva, es la alternativa frente a la alternancia. No separar el trigo de la paja y etiquetar este complejo proceso, en el que se integran agentes políticos de muy distinta condición, como “marea negra” es cuando menos una exageración.

El elefante en la habitación

No sólo es que las circunstancias favorables que obraron el “milagro” socialdemócrata hayan desaparecido del mapa. Además, han aparecido nuevos problemas que poco a poco han alcanzado magnitudes preocupantes, como la inmigración masiva, especialmente la musulmana. Hasta como quien dice ayer advertirlo era un suicidio político. Y aún hoy se corre el riesgo de tener que cargar con la denigrante etiqueta de xenófobo o islamófobo. Sin embargo, el problema se ha vuelto tan acuciante que hasta los más remisos no han tenido otro remedio que empezar a hablar del elefante en la habitación.

En muchos lugares de Europa la inmigración musulmana está invirtiendo los términos: no hay integración, hay una asimilación inversa

Según Pew Research Center, la inmigración musulmana en Europa ha aumentado significativamente en los últimos 50 años. En la década de 1970, era una fracción mucho menor comparada con la actualidad. Este crecimiento se ha acelerado notablemente desde mediados de la década de 2010. En ese mismo año, la población musulmana en Europa (incluyendo los países de la Unión Europea, Noruega y Suiza) era de 19.5 millones, es decir 3.8% de la población total. Para 2016, esta cifra había aumentado a 25.8 millones, lo que equivale al 4.9% de la población total​. En 2023 había superado los 50 millones, esto es el 9,5%.

Habrá quien piense que tampoco es tan alarmante que uno de cada diez europeos sea musulmán, al fin y al cabo, los que no lo son representarían nueve veces más. Pero esta proporción no se distribuye de manera uniforme. La inmigración musulmana tiende a aglutinarse, no a dispersarse. En el caso de España, este fenómeno alcanza su máxima expresión en poblaciones como Salt, en Cataluña, de 32.000 habitantes, donde 75,7% de los nacidos ya son de padre o madre extranjeros y sólo un 22,4% tienen progenitores españoles. Es evidente que esta tendencia a la concentración es incompatible con la integración. En muchos lugares de Europa la inmigración musulmana está invirtiendo los términos: no hay integración, hay una asimilación inversa.

La Sharia frente al Estado de derecho

En Suecia, paradigma por excelencia del consenso socialdemócrata, tras haberlo negado durante mucho tiempo, incluso los socialdemócratas suecos han publicado un informe donde reconocen que las dos décadas de inmigración excesiva han desembocado en una crisis nacional sin precedentes.

La cuestión clave es si el Estado de derecho prevalecerá frente a las fuerzas que intentan crear una sociedad paralela gobernada por clanes e imbuida de los valores musulmanes

Según las estadísticas oficiales, el número de residentes en Suecia nacidos en el extranjero ha aumentado espectacularmente en las últimas dos décadas. De una población de 10,61 millones en 2022, un total de 2,14 millones estaban registrados como nacidos en el extranjero, más del doble que en 2000. Eso equivale a poco más del 20%. Si se amplía la definición, para incluir a aquellos nacidos en Suecia con dos padres nacidos en el extranjero, la cifra aumenta al 26%.

Aún en el caso de que el gobierno sueco cerrara completamente las fronteras la proporción seguirá aumentando por razones demográficas. Puesto que la población nacida en el extranjero tiene una edad promedio más baja que la población original, tendrá una tasa de crecimiento más alta, aún sin tener en cuenta las preferencias culturales sobre el número de hijos por mujer. Entre los residentes de 25 a 34 años, un tercio actualmente tiene origen extranjero, y entre los de 35 a 44 años, el 38%.

No es ni mucho menos descartable que Suecia tenga una población mayoritariamente musulmana en algún momento de este siglo. En cualquier caso, esta tendencia seguramente revitalizará a los círculos islamistas que piden un sistema legal dividido, donde la Sharia se aplique a los ciudadanos musulmanes. La cuestión clave es si el Estado de derecho prevalecerá frente a las fuerzas que intentan crear una sociedad paralela gobernada por clanes e imbuida de los valores musulmanes.

Transición energética: transición a la pobreza

La inmigración no es el único problema acuciante. Hay otros, como el desplome de la natalidad, la creciente hostilidad hacia el crecimiento económico, o la hiperregulación, que alcanza su máxima expresión con una transición energética que está provocando daños incalculables a la industria, al sector agropecuario europeo y en general a la economía y el empleo, y cuyos números no cuadran ni de lejos con sus pronósticos políticamente correctos.

En lugar de rectificar, de admitir que estamos matando moscas a cañonazos, los políticos, tecnócratas, expertos y activistas demandan cada vez más dinero

La consultora McKinsey estima que será necesario un gasto anual de entre 3,5 billones de dólares para alcanzar el objetivo Net Cero en 2050. Otros estudios elevan esta cifra a 5,6 billones. Por su parte la Unión Europea planea que los estados miembros destinen a este fin 1 billón de euros anuales, esto supondrá un incremento de más de 300.000 millones de lo que ya se gasta anualmente.

Con todo, lo peor es que estas cantidades cambian de un año para otro, invariablemente al alza, por la sencilla razón de que los programas y políticas del objetivo Net Cero están fallando miserablemente y sus resultados no alcanzan ni de lejos los objetivos pretendidos. Pero en lugar de rectificar, de admitir que estamos matando moscas a cañonazos, los políticos, tecnócratas, expertos y activistas demandan cada vez más dinero.

Para colmo de males, la transición energética con sus impuestos, tasas y medidas restrictivas a quienes más está afectando es a los ciudadanos de clase media y baja. A pesar de que sus promotores pregonan que la transición energética ofrece grandes oportunidades económicas porque potencia el desarrollo de nuevas tecnologías e industrias, lo cierto es que está desembocando en el estancamiento económico. La “economía sostenible” es el eufemismo con el convierten este estancamiento en algo deseable, cuando su consecuencia más visible es el empobrecimiento. Si acaso la transición energética está enriqueciendo a una parte muy selectiva de las sociedades y alimentando un ecosistema del que viven cada vez más políticos, expertos, tecnócratas y activistas. La lucha contra el cambio climático parece haberse convertido en el juguete definitivo de las élites extractivas.

El peor error

Todo esto constituye la verdadera marea negra frente a la que el consenso socialdemócrata no ofrece alternativa, sólo admoniciones y buenos deseos que se traducen en más y más políticas que abundan en el error porque dependen de unas condiciones que ya no se dan. Hoy la economía europea apenas crece, su población está envejeciendo a gran velocidad y la natalidad está muy por debajo de la tasa de reposición. Cada vez más europeos abandonan el viejo continente en busca de mejores oportunidades. Son los que tienen mejor cualificación. Mientras que los inmigrantes que llegan en masa, atraídos sobre todo por el Estado de bienestar, apenas están cualificados.

Esta Europa endeudada, envejecida y estancada, que paulatinamente está siendo asimilada por la inmigración, y no al revés, discurre hace tiempo en un mundo radicalmente distinto al que surgió tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Seguir aferrados a ese mundo que ya no existe es de todos los errores el peor.

Foto: Shashank Sahay.

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