Hace algunas semanas, mientras caminaba por la Gran Vía de Madrid y luego de comer una hamburguesa gigantesca, experimenté una necesidad repentina y acuciante: fumar un puro. Nicaragüense, para más datos. Había, pues, que buscar un estanco. Me acerqué a dos señoras que conversaban sobre el sexo de los ángeles y les pedí indicaciones al respecto. “¿Un estanco?” -se horrorizó la primera, como si le hubiera solicitado lo último en pornografía infantil- “Pues no sé dónde puede haber uno”. La segunda dama, envalentonada, proclamó: “No sé quién puede fumar, hoy en día. Deberían prohibirlo en todos los sitios”. Intenté balbucear algo en mi defensa, pero sus ojos llameantes me fulminaron: “Hasta en los hogares”. Dicho esto, continuaron su camino en buen orden, asqueadas por la repugnancia que les producía mi existencia.

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Herido en mi orgullo, compré el puro (como si de medio kilo de cocaína colombiana se tratara) y lo guardé para una ocasión más propicia. Palabras aparte para el estanquero, elevado a estas alturas al nivel de un repartidor de samizdats en la Rusia soviética.

En «Demolition Man», se describe una enorme colonia de seres humanos bobalicones y ovejunos, que se limitan a consumir alimentos saludables

En El demoledor (Demolition Man, Marco Brambilla, 1993) una muy subestimada película protagonizada por el gran Sylvester Stallone y la siempre dúctil Sandra Bullock, se describe una ciudad de Estados Unidos en el año 2023. No existe el alcohol, se prohíben los alimentos con alto nivel calórico, se persigue el consumo de tabaco y se reprimen (con cuantiosas multas) los insultos.

Contra el totalitarismo sanitario: Elogio de la insalubridad

Ciertos delitos como el homicidio calificado ni siquiera son perseguibles penalmente, pues no se producen desde hace décadas. Lo que, a priori, se presenta como un mundo ideal es, en realidad, una enorme colonia de seres humanos bobalicones y ovejunos, que se limitan a repetir jingles televisivos y consumir alimentos saludables, que son la única clase de alimentos que existen.

Contra esto se rebela Edgar Friendly (genial Denis Leary), el líder de la resistencia subterránea, quien sólo expresa un deseo: “Me gusta pensar. Me gusta leer. Soy la clase de tipo que quiere sentarse en un bar grasiento y elegir las costillas o el bistec repleto de colesterol. Quiero béicon. Quiero mantequilla. Quiero cubos enteros de queso. Quiero paladear un puro del tamaño de Cincinnati en la sección de no fumadores. Quiero correr desnudo por las calles, cubierto de gelatina, mientras leo el último número de Playboy… ¿Por qué? Porque me dieron ganas de hacerlo”.

En un futuro incierto, los protagonistas de un interesante relato del escritor argentino Roberto Fontanarrosa, Los últimos vermicelli, se reúnen clandestinamente a comer pasta y son perseguidos por ello. En la escena final, un soldado prueba una cucharada de salsa y se pregunta si eso era lo que comían en el siglo XX. Uno de los grandes actos de resistencia del malogrado Winston Smith en el 1984 de George Orwell es beber café tostado, “café de verdad”.

Existe una suerte de totalitarismo sanitario que reprime cualquier actitud individual que perjudique la salud, aunque este perjuicio sólo afecte al interesado

La conciencia ecologista de los últimos treinta o cuarenta años (una vertiente curiosa del progresismo), junto a las investigaciones científicas relacionadas con la salud pública, produjeron notorios avances en el bienestar de la población, consiguiendo aumentar la esperanza de vida y alcanzar altísimos niveles de longevidad en los seres humanos. Sin embargo, como contraparte, esto devino en una suerte de totalitarismo sanitario que reprime cualquier tipo de actitud individual que perjudique la salud, aunque este perjuicio sólo afecte al interesado.

Como dice un viejo refrán, “el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones”. Desde la década del ’90, los supermercados se vieron inundados de productos light, bajos en calorías, sin azúcar, sin azúcar añadido, sin colesterol, sin sabor y sin sentido. A esto se suma la exaltación del ejercicio físico, la estética perfecta y los cuerpos sin mácula. La exclusión de la venerable de sal de toda mesa familiar (y ni que hablar de lo que sucede en los restaurantes).

En aras de una supuesta “calidad de vida”, nos vemos sometidos a llevar existencias sanas pero vacuas

En aras de una supuesta “calidad de vida”, nos vemos sometidos a llevar existencias sanas pero vacuas, como en aquel viejo chiste en el que, para prolongar su vida, a un paciente le recomiendan dejar el alcohol, el tabaco y el sexo: “¿Y para qué quiero vivir, entonces?”, se pregunta el infortunado.

Existen innumerables anécdotas protagonizadas por deportistas que bebían alcohol y se alimentaban copiosamente en las semanas (e incluso horas) previas a cada competición. No era algo mal visto. Recuerdo viejas fotografías familiares en las que personas de unos treinta o cuarenta años posan orgullosamente, con barriga y sonrisa oronda. Quizá su expectativa de vida fuera más baja, pero sin duda era más gratificante y plena. Grandísimos escritores como Oscar Wilde o, en el summum, el Marqués de Sade cantaron  alabanzas al goce y el disfrute, tanto lúdico cuanto gastronómico y sexual.

 

¿Estamos dispuestos a vivir un futuro aséptico y ayudar a construir nuestro propio mundo feliz, entre tabletas de soma y pastillas adelgazantes? Si puedo elegir, me quedo con una hecatombe gastronómica como la que protagonizan Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret en La gran comilona (La grande bouffe, Marco Ferreri, 1973).

Pocos estados modernos fueron tan exigentes con la salud de sus habitantes (y, para ir más allá, con la ecología) como el Tercer Reich

Pocos estados modernos fueron tan exigentes con la salud de sus habitantes (y, para ir más allá, con la ecología) como el Tercer Reich. La legislación nazi llegó al punto de prescribir la temperatura a la que debían cocinarse las langostas.

Convendría no olvidar que una sociedad que empieza por regular qué se bebe, qué se come y qué se fuma, termina por controlar la vida íntegra de sus ciudadanos, reducidos entonces a un rebaño de sórdida existencia. Y ahora, querido lector, me retiro a mi sofá predilecto con un vaso de Jim Beam en una mano y un puro Condega humeante en la otra.


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