Que repartiendo culpas y acaparando razones no se llega a ningún sitio, no es ningún misterio. Tal como hay quien prefiere los chuletones a los platos de cuchara para hincharse las tripas, por ejemplo, están los que gustan de inflar el ego echando balones fuera o acaparando certezas, cuando lo suyo es cargar con las propias responsabilidades o saber apreciar los argumentos ajenos. El exceso de colesterol y de bilirrubina es tan malo en los asuntos de la pitanza, como en las cosas de la psique. Se puede comer y beber de todo, con cierta moderación, siendo conscientes de lo que mejor (o peor) nos sienta. Hay que saber anticipar las perversas consecuencias del reverso tenebroso de tantos y tantos alimentos, que por deliciosos tomamos sin mesura y que acaban produciéndonos ardores insufribles o regalándonos interminables sesiones de inodoro.

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Con los procesos mentales pasa algo parecido. Nuestro cerebro prefiere la cómoda elusión de responsabilidad individual a cargar con las tantas veces onerosas consecuencias de nuestros actos. Es muy sencillo obviar las razones ajenas si ya hemos afianzado la nuestra, no parece que hay ninguna necesidad.

Es evidente que nuestra sociedad se ha convertido en gran parte en un conglomerado de analfabetos funcionales que han delegado gran parte de sus decisiones vitales en seres infames con un conocimiento tan escaso como el suyo. Son los resultados de lustros de una educación paternalista, dentro y fuera de las aulas

Quizá en la niñez nuestra tolerancia alimentaria sea más amplia pero cuando los años avanzan nuestro cuerpo da un respingo al ingerir a ciertos alimentos por muy sabrosos que sean. Tengo la sensación de que ocurre lo mismo con culpas y razones. Llega una edad, antes incluso de peinar canas, en la que ciertamente se tornan antiestéticos todos esos personajes que viven en constante y denodada lucha contra un mundo que no deja de tenerles manía, inquina y animadversión. La inmadurez es muy cargante.

Hemos pasado casi dos años en los que se ha puesto de manifiesto la abundancia de estos personajes. Esta misma semana un tuitero clamaba contra Isabel Díaz Ayuso por no haber prohibido la San Silvestre en la que había contraído el puñetero bicho, como si todo el comportamiento humano hubiera de regirse por lo que dictan esos seres de luz que salen elegidos en las urnas, sin importar media higa las decisiones que todos tomamos cada cinco minutos en nuestras vidas. No es el único caso, han ocurrido por miles. Me siento enfermo, ¿qué hago?, ¿llevo mascarilla o no la llevo? Una vez puesta de manifiesto la peligrosidad del virus, toca a cada uno tomar el camino a seguir recordando que puedes elegir ignorar la realidad, pero no puedes elegir ignorar las consecuencias de ignorar la realidad.

Es evidente que nuestra sociedad se ha convertido en gran parte en un conglomerado de analfabetos funcionales que han delegado gran parte de sus decisiones vitales en seres infames con un conocimiento tan escaso como el suyo. Son los resultados de lustros de una educación paternalista, dentro y fuera de las aulas, de una propaganda bien orientada a la sumisión. Queda patente cuando el día a día de la política es un continuo “y tú más” que los de arriba son como la plebe, igual de gregarios y maniqueos. No podía ser de otra manera. No puede esperarse mucho más de ellos, por lo que habrá que ir transformando la sociedad desde abajo, como es, por otra parte, lógico.

Cierto es que las redes sociales han dado altavoz a quienes demuestran a diario que es mejor estar callado y parecer imbécil, pero hay muchos ya que son plenamente conscientes de que el único con derecho a gobernar sobre alguien es él mismo. Me incluyo sin duda entre los que reclamamos que se nos deje decidir libremente sobre nuestros asuntos siempre que no interfieran en los de un tercero. No son pocos los que van cayendo en la cuenta de que quizá no estén de acuerdo conmigo en la decisión a tomar, pero desde luego que convienen en que la decisión es suya y no de un extraño. Somos tantos sobre la faz de la tierra que es complicado ponerse de acuerdo en lo más básico, por lo que es un alivio que aun quede algún ciudadano de estos últimos.

En ocasiones muerdes un pastel y sientes como se te pudren los dientes o se te obstruyen las arterias. Los gobernantes hacen lo mismo con nuestros sesgos; los adulan, los miman, los colman para que olvidemos que nos están metiendo triglicéridos mentales a porrillo, calorías vacías que ni alimentan ni dan energía. Nos ceban para que sigamos cayendo en esa trampa. Usan los medios de comunicación a modo de pastelerías mentales en las que todo lleva demasiada grasa, pero es tan bonito y delicioso…

Aun así, ni ellos mismos pueden ignorar indefinidamente las consecuencias de sus actos. La noticia de la declaración de la energía nuclear y el gas como energías ecológicas lo pone bien a las claras. Años afanándose en crear un sistema verde y maravilloso con el que pastorear a las mentes serviles y de repente la realidad les pasa por encima llevándose por delante más de cuarenta años de “nucleares, no gracias”. Nadie es inmune a los efectos de sus acciones, por más que nos empeñemos. Obviamente esto se venderá correctamente envuelto en papel de colores, con el azúcar y la sal correspondiente, con su glutamato y sus entrevistas que demuestran los bondadosos que son, cuando lo bien cierto es que la agenda verde no resiste un terremoto como esta pandemia. No es solo esto. Las vergüenzas de una sanidad estatalizada o de las fuerzas del orden sumisas incitan a replantearse el modelo.

Muchos animales tienen hormonas que les impiden comer más de la cuenta. No hay insectos obesos. Quizá cuando nuestro cerebro evolucionó, alguna de esas mutaciones se miró en el espejo y dijo “qué diablos, ya somos seres inteligentes, para qué necesitamos una hormona que nos diga cuando dejar de comer”. Una lástima.

Foto: Bill Craighead.


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