En un escrito de los años cincuenta, Gonzalo Fernández de la Mora introdujo en España el término de estasiología, una ocurrencia de Maurice Duverger para denominar a la ciencia que estudiaría la naturaleza, fines y estructura de los partidos. El politólogo español nunca fue demasiado devoto de los partidos (partes) porque prefería la unidad. Y el franquismo imperante en esa época era un ejemplo bastante acabado de partido único.
Pero lo que resulta más interesante y curioso es que la teoría de Fernández de la Mora, que pronosticaba el ocaso de los partidos políticos por carecer casi completamente de virtudes, acabó convirtiéndose en una profecía autocumplida para el gran partido de la derecha española, el Partido Popular, en el que, seguramente muy a su pesar, acabó ingresando el propio De la Mora tras la muerte de Franco.
El Partido Popular (PP), en efecto, ha acabado subordinando todos los ideales a una supuesta eficacia del poder. Se ha olvidado completamente de la libertad con el fin de certificar la bondad del sometimiento. Por eso ha promulgado legislaciones que chocan violentamente con las creencias de sus electores, en un intento de instruirlos en una profunda sumisión que permita a los dirigentes seguir mandando cómodamente.
Resulta imposible para la derecha construir y sostener un partido mínimamente decente sin que ese partido se convierta en una caricatura tosca y castiza
En este sentido, el magnicidio simbólico de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes puede tomarse como una demostración empírica, de esas que hacían las delicias de Fernández de la Mora, de que resulta imposible para la derecha construir y sostener un partido mínimamente decente sin que ese partido se convierta en una caricatura tosca y castiza de los supuestos teoremas de la incompatibilidad entre democracia y partidos.
Pero, para que los muy entusiastas de este análisis no se desboquen en exceso, cabe hacer un par de advertencias. En primer lugar que las dificultades del PP para desarrollar una política medianamente digna, son relativamente recientes, como ha recordado recientemente Miguel Ángel Quintanilla. Y, en segundo, que la forma en que se desarrolla el hundimiento del PP es extremadamente peculiar porque, pese a la evidente crisis política de su principal rival, el PSOE, este último no padece fenómenos similares: puede estar perdiendo electores, pero sigue vivo y es capaz, al menos de momento, de soportar su crisis y de reformularse internamente, al margen de que finalmente tenga éxito o no.
El PP, en cambio, parece empeñado en demostrar que la política es inseparable de sus peores vicios, que los partidos, como pensaba Gonzalo Fernández de la Mora, no sirven para ennoblecer la política sino para envilecerla hasta el extremo. Y lo más paradójico es que el pensamiento de don Gonzalo sigue ejerciendo una influencia más que evidente en el PP actual, tal como ha señalado en numerosas ocasiones Guillermo Gortazar.
En el caso Cifuentes, el PP no solo ha seguido su habitual estrategia de fases ante la corrupción (negación, generalización de la tacha mediante la técnica del ventilador para esparcir toda la basura, demora en cualquier solución, parche ad hoc y olvido del caso) sino que ha optado por exhibir una espectacular capacidad intimidatoria a la hora de alcanzar la solución final. Cuando Mariano Rajoy dice que Cifuentes “ha hecho lo que tenía que hacer” pretende abusar una vez más de la semántica para convertir una vil ejecución encubierta en una conducta ejemplar de la víctima. Hasta ese punto parece convencido de que sus electores poseen la capacidad de soportarlo todo.
La manera en que el PP ha hecho desaparecer a su lideresa madrileña, tras los efusivos y estentóreos aplausos de Sevilla, casi deja a la película “La vida de los otros” en una crónica rosa
En el caso del marianismo, y vista la ejecución de Cifuentes, nos sentiríamos tentados a decir que el término duvergeriano de «estasiología» merecería derivar de la palabra Stasi el nombre por el que se conocía a la siniestra policía política de la Alemania estalinista. La manera en que el PP ha hecho desaparecer a su lideresa madrileña, tras los efusivos y estentóreos aplausos de Sevilla en defensa de “lo nuestro y de los nuestros” casi deja a la película “La vida de los otros” en una crónica rosa.
Sin embargo, por sustancioso que sea el caso para alimentar el morbo, es necesario preguntarse a qué causas específicas remite, dejando de considerarlo como una simple maldición o, en otra perspectiva como una deriva necesaria de lo que se postula como perversa naturaleza de los partidos. Lo que, a mi modo de ver, caracteriza de modo muy nítido el actual proceso que afecta al PP tiene un nombre rotundamente moral: la mentira.
Los dirigentes actuales del PP han descubierto que poseen los medios suficientes (la prensa no ya amiga sino cómplice) para hacer pasar por verdad cualquier clase de embuste. Por eso no juzgan necesaria ninguna otra cautela para conseguir lo único que realmente pretenden: continuar cuanto puedan en el poder, persistir hasta ver si desaparecen de manera definitiva los nubarrones que amenazan su destino personal.
Así dicho, se trataría de un mal muy general, porque, en efecto, no sería la primera vez, ni será la última, que se recurre a la mentira clamorosa para conservar el poder. Y esta conducta contradice la posibilidad limpia y pacífica de destitución electoral que caracteriza a las democracias maduras. Cuando un gobierno comprende que, si se sabe la verdad, peligra su existencia, siempre tiene la posibilidad de recurrir al engaño para prolongar su mandato. No es este, por tanto, el carácter específico del mal que aflige a los dirigentes del PP.
El PP ha abdicado de manera radical de cualquier actividad o testimonio que pueda considerarse política
Lo que más bien ocurre, es que el PP ha abdicado de manera radical de cualquier actividad o testimonio que pueda considerarse política. Así, la verdadera política ha sido jibarizada, se ha reducido a la sumisión absoluta al de arriba. Los dirigentes del PP, y también en alguna medida sus afiliados, han renunciado completamente a su libertad y a su dignidad. Sólo así fueron capaces de aplaudir con entusiasmo algo que todos sabían no lo merecía, tal como ocurrió en Sevilla a las órdenes de la sargento Dolores de Cospedal, o en la Asamblea de Madrid secundando siempre a la muy mentirosa Cristina Cifuentes.
Puedo imaginar la objeción del escéptico: “bien, todos los partidos mienten, todos los políticos roban”, e incluso un paso más en el argumento: “lo que ocurre es que siempre se magnifican los defectos de la derecha, el máster de Cifuentes, al tiempo que se ignoran los gravísimos delitos de la izquierda, los ERE de Andalucía”.
No me cabe duda de que ese argumento defensivo opera en los corazones de muchos electores, pero frente a él, creo necesario afirmar que, para un liberal, como para un conservador, puede ser comprensible que un socialista robe o mienta, porque está en la esencia de su doctrina el empobrecer a los ricos, o el mentir por el bien de la revolución, pero que lo haga alguien en nombre de los valores que la derecha tendría que sostener, como son la dignidad, la decencia, al amor incondicional a la verdad y la libertad y el respeto a lo ajeno, es sencillamente insoportable. En último término, que quienes han de luchar por dignificar la política se dediquen a envilecerla es justamente el pecado que no debería obtener perdón.
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