“¡Ese es el mundo en el que viven ustedes! ¡Esas son las cosas que ven en Internet! ¡De la boca al dildo, del dildo al culo, del culo al culo!”, grita Brent Ryan (el siempre angustiado e impredecible Nicolas Cage) mientras golpea al novio de su hija quinceañera. Esta es, probablemente, una de las escenas más potentes de Mamá y papá (Mom & Dad, 2017), dirigida por Brian Taylor, joven director que llamó la atención (junto a su colega Mark Neveldine) como director de películas de acción eficientes y sólidas; es el caso de la vertiginosa saga de Crank, protagonizada por Jason Statham, y la futurista Gamer, con Gerard Butler.

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En esta oportunidad, el realizador nacido en Los Angeles se mete con una de las instituciones más decadentes del siglo XXI: la familia. Antaño núcleo fundamental de la sociedad, el devenir antropológico iniciado a finales del siglo XIX y profundizado a mediados del siglo XX, convirtió lo que originalmente era un conjunto de lazos básicos y primales (padre, madre, hijos, hermanos) en un sinfín de combinaciones posibles (familias ensambladas, parejas de hecho…) sin entrar a describir las particularidades de las familias monoparentales o formadas por cónyuges del mismo género, cuyas complejidades excederían la extensión de estas páginas.

Escena de la película Mom & Dad (2017), dirigida por Brian Taylor.

Existen numerosos ejemplos de largometrajes en los que el cine puso en cuestión la armonía familiar y social desde una perspectiva violenta e hiperbólica

Existen numerosos ejemplos de largometrajes en los que el cine puso en cuestión la armonía familiar y social desde una perspectiva violenta e hiperbólica. Desde el punto de vista de los hijos, podemos mencionar a El pueblo de los malditos (Village of the damned, John Carpenter, 1995), reelaboración de un clásico británico de 1960 y basado en una novela de John Wyndham o Los chicos del maíz (Children of the corn, Fritz Kiersch, 1984), sobre la obra homónima de Stephen King. A nivel europeo es imprescindible tener en cuenta a Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968), obra cumbre del cineasta boloñés en la cual la violencia se desarrolla en un plano netamente psicológico y donde la amenaza proviene de un extraño. En nuestro país, no podemos soslayar la sublime ¿Quién puede matar a un niño? (1976), escrita y dirigida por el gran Narciso Ibáñez Serrador.

En el caso de Mamá y papá, lo sangriento vira hacia la comedia y lo gore transita hacia la risa. Estamos ante una familia estadounidense clásica: padre y madre profesionales relativamente exitosos (el ya mencionado Nicolas Cage y la siempre eficiente Selma Blair), hijos en edad escolar (los sorprendentes Anne Winters y Zachary Arthur), novio afroamericano, residencia amplia en los suburbios, personal de servicio de origen extranjero (en este caso, chinos confundidos con vietnamitas) y tres automóviles.

Sin que se sepa por qué, un día estalla la tragedia y los padres comienzan a asesinar a los hijos

Planteado el panorama, nos encontramos ante una crisis insospechada. Sin que se sepa por qué (y tampoco importa demasiado, a los fines del análisis), un día estalla la tragedia y los padres comienzan a asesinar a los hijos. El origen parece tener una veta tecnológica, ya que el brote se produce mediante la estática de los televisores. No hay motivos explícitos para el ataque: en el caso de los adolescentes, sólo existe una queja solapada ante la ingratitud de los vástagos y su comportamiento irresponsable y disoluto; en cuanto a los recién nacidos (quienes no se libran del castigo), todo es dolor por haberlos traído al mundo. Como en una cadena alimenticia brutal, los protagonistas atacan a los hijos pero son, a su vez, atacados por los abuelos (los frenéticos veteranos Lance Henriksen y Marilyn Dodds Frank). Luego de una homérica batalla final, los abuelos mueren y los padres son neutralizados por los hijos, quienes los contemplan temerosos luego de reducirlos y maniatarlos convenientemente.

Detrás del maremágnum visual, pleno de violencia exagerada, subyace un mensaje: ¿Es la familia lo que siempre fue? ¿Vale la pena que lo sea?

Lo que podría ser un divertimento jocoso y exacerbado deja, sin embargo, una sensación inquietante en nuestro espíritu. Detrás del maremágnum visual, pleno de violencia exagerada, subyace un mensaje: ¿Es la familia lo que siempre fue? ¿Vale la pena que lo sea? ¿Influye la decadencia del concepto clásico de familia en la pérdida de ciertos valores (positivos o no), alguna vez colectivos? No creo que haya una respuesta única. Como sociedades occidentales modernas, quizá convenga examinar el camino que nos trajo hasta donde estamos para encontrar algunas de las claves de nuestras múltiples crisis globales.

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Eduardo Fort
Soy Porteño, es decir, de Buenos Aires. Escéptico, pero curioso. Defensor de la libertad -cuando hace falta- y de la vitalidad de las Ciencias Sociales. Amante del cine, la literatura, la música y el fútbol. Creo en Clint Eastwood, Johan Cruyff y Jorge Luis Borges. Soy licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid y colaboré -e intento colaborar- en todo medio de comunicación donde la incorrección política sea la norma.