Todas las navidades ponen en la televisión La Princesa Prometida, una película estrenada en 1987 que, con los años, ha ido ocupando un lugar en el Olimpo de las películas de culto. Lo cierto es que es una obra inclasificable, entre el romance, las aventuras y la comedia (aún me río con la escena del matrimonio entre Buttercup y Humperdinck con el obispo gangoso), que ha ido ganando con los años, a medida que el público ha entendido su rareza, y que escenas como la conocidísima “Hola, soy Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir” se hayan convertido en momentos míticos del cine al nivel de la escena última de Con faldas y a lo loco y el “nadie es perfecto”, la frase de Humprey Bogart en Casablanca de “siempre tendremos París” o el “Sayonara, baby” de Arnold Schwarzenegger en Terminator.

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Con La Princesa Prometida, además de aprender que los piratas no siempre son malos, tuve conocimiento de que era posible acostumbrarse al veneno, desarrollar resistencia a sus componentes tóxicos. Para quienes no lo recuerden, hay una escena en la que Westley/el Pirata Roberts reta a Vizzini a librar una “batalla de ingenio” con el fin de salvar a la princesa Buttercup de la muerte. El protagonista le propone que ambos beban de las copas de vino que hay sobre la mesa, echando veneno en una de ellas sin que Vizzini pudiese ver dónde lo había puesto, cediéndole a su adversario la elección de la copa de la que beberá. El villano bebe de una de ellas convencido de que ha sorteado el intento de engaño de Westley, pero cae muerto por la sustancia venenosa. El vencedor le explica a Buttercup que ambas copas estaban envenenadas y que había desarrollado una resistencia al veneno, por lo que no podía morir bebiéndolo.

De tanto decir “esto es muy grave” banalizamos lo verdaderamente importante y lo situamos al mismo nivel de lo superficial. No somos capaces de graduar los problemas, ni de separar lo urgente de lo importante, ni de enfocar correctamente los desafíos que se nos presentan como sociedad

En realidad la resistencia a las sustancias no es nada nuevo. Desde el punto de vista terapéutico se emplea en el tratamiento de intolerancias alimentarias, por ejemplo, suministrando de forma controlada y creciente un determinado alimento al que el paciente tiene intolerancia, con el fin de ir habituando a su organismo al mismo y así evitar que fallezca en un futuro de un shock anafiláctico por trazas de avellana, proteína de vaca o piñones, por ejemplo.

Todos tenemos capacidad de desarrollar más o menos resistencia a las sustancias que producen efectos adversos en nuestro organismo, aunque nuestra genética influye decisivamente en la capacidad de metabolizar las drogas o el alcohol. Esta habituación hace que las adicciones crezcan, al precisar cada vez mayor cantidad de principio activo para obtener el mismo resultado e, incluso, cuando esto ya no es efectivo, probar con otras sustancias nuevas.

Curiosamente no todo es química o, al menos, no todo es química externa (porque las sustancias que segrega nuestro organismo ante determinados estímulos externos también se comportan como la droga). La industria del cine para adultos busca escenas cada vez más duras, conscientes de que el consumidor habitual de pornografía necesita más morbo. Los videojuegos tienen cada vez más y más ampliaciones, más y más extras y el diseño digital es cada vez más impactante desde el punto de vista visual. Las películas mainstream que se estrenan en las Salas de cine distan en cuanto a guion y estética de las mencionadas al inicio de este artículo. Ahora todo es espectáculo, luces, sonido, efectos 3D, cámaras que toman vertiginosos planos creados por ordenador, emulando movimientos imposibles que desafían las leyes de la física, en detrimento de la historia, que se convierte en una excusa simplona de lucha del bien contra el mal.

Color, música electrónica, velocidad, impacto. Cerebros cada vez más habituados a las emociones fuertes que se aburren con un libro en el que no pasa nada o lo hace de forma muy lenta. Espacios de la vida en los que no puede caber ni el aburrimiento, ni los silencios, ni la abulia y los rellenamos con instintivas consultas al Smartphone.

A medida que voy cumpliendo años, voy necesitando más el campo, el mar, el sonido del fuego en la chimenea y degustar una copa de vino tinto en amigable conversación. También me he percatado de la velocidad a la que el hombre moderno se ha acostumbrado a vivir. Comida rápida, sexo rápido, compra a domicilio, mensajería instantánea. A esta japonización de la sociedad a la que estábamos abocados desde hacía años ha contribuido el confinamiento durante la pandemia, dando el golpe de gracia a esta agorafobia colectiva que nos incita a quedarnos en casa y consumir, comprando una supuesta felicidad en “lo seguro”. Los ciudadanos vendemos nuestros derechos fundamentales a cambio de la comodidad de tener al alcance del mando a distancia Netflix, Glovo, Alixpress, Pornhub y la Champions League, unidos por el cordón umbilical de la Wifi a todas nuestras relaciones laborales y personales.

El hombre moderno ha perdido la capacidad de maravillarse, de contemplar el mundo, respirar y meditar sobre su propia existencia. Peor aún: ha perdido la capacidad de salir del yo hacia el para construir un nosotros y, en las ocasiones en las que lo hace, el ritmo de vida al que nos hemos acostumbrado, impide comprender, aceptar y esperar. Cualquier contratiempo se convierte en una excusa para cambiar de pareja, de amigos o de familia, superados por la cultura del usar y tirar para volver a consumir.

Lo cierto es que los niños de mi generación llevábamos rodilleras en los pantalones, pegábamos “tapas” en los tacones desgastados de nuestros zapatos, y arreglábamos las Nancys en una juguetería de la Gran Vía cuando les sacábamos la cabeza jugando. Hemos abandonado esta cultura del reciclaje natural -la verdadera economía sostenible- en pro de la compulsiva compra de juguetes baratos y ropa a buen precio cosida por trabajadores explotados, a quienes ni vemos ni nos importan. Nos creemos ecologistas bebiendo en nuestro vaso rellenable de Starbucks mientras caminamos sobre nuestras Adidas fabricadas en China.

Estamos tan locos, que la velocidad y las emociones fuertes se han colado por todas las rendijas de nuestra vida, incluida la política y la prensa. Mi afirmación encaja con el sempiterno problema de la polarización, del conmigo o contra mí, del debate entre los extremos, como una causa-efecto (no sé si es consecuencia u origen del problema) de la necesidad de sentir emociones intensas, poder odiar a los otros y amar a los míos, aunque el odio y el amor sean tan efímeros como el aroma de una taza de café recién hecho.

El periodismo actual no se conforma con informar porque es consciente de que aunque hoy pueda ser noticia que los talibanes hayan recuperado el control de Afganistán, mañana los integristas caerán en el olvido para dejar un lugar de honor a la declaración de inconstitucionalidad del Estado de Alarma. La lava de un destructivo volcán empieza a cansar al telespectador y Otegi hoy indigna de forma tan virulenta como superficial. Somos una sociedad intoxicada que ha ido desarrollando resistencia al veneno y cada vez reclamamos emociones más fuertes, drogas más duras, más vibración y más víscera. ¿Cuántas veces habremos oído en lo que va de año que las declaraciones de un determinado político son “decisivas”? Ahora todo se define de forma teatral como “la peor crisis de la democracia”, “un desgaste institucional sin precedentes” o “el mayor ataque a la separación de poderes jamás visto”. Una sociedad intoxicada y con mala memoria, porque en unos pocos meses nos vemos repitiendo exactamente las mismas frases que dijimos en el pasado.

De tanto decir “esto es muy grave” banalizamos lo verdaderamente importante y lo situamos al mismo nivel de lo superficial. No somos capaces de graduar los problemas, ni de separar lo urgente de lo importante, ni de enfocar correctamente los desafíos que se nos presentan como sociedad. Estamos borrachos de palabras barrocas que desatan emociones falsas y nos impiden separar el grano de la paja. Nos hemos habituado al dolor, a la pobreza, a la discriminación y a la enfermedad. Nos estamos deshumanizando a golpe de titular y de política de la amígdala y somos demasiado manipulables. ¿Somos verdaderamente dueños de nuestro destino?

Si no me creen, vean cómo este artículo tiene más clicks en el enlace de los que habitualmente obtengo. Lamentablemente no se debe a su calidad intrínseca, sino a su título, deliberadamente escogido para provocar la reacción que tantas veces buscan en nosotros, aunque hay que reconocer que tengo cierta razón cuando digo que “esto es muy grave”, porque perder la humanidad y la capacidad de sorpresa es dar un paso atrás en nuestra evolución como especie.

Foto: Malicki M Beser.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.