En este mismo espacio, algunos meses atrás, les comentaba que las perspectivas identitarias en la actualidad están atravesadas por dos concepciones antagónicas que curiosamente conviven dentro del progresismo: por un lado, de la mano de la teoría queer, la identidad, en tanto construcción, es un espacio del cual se puede salir y entrar por mera autopercepción. No hay límite alguno. Ni siquiera la biología. Soy lo que creo que soy y puedo ser otra cosa si mañana así lo creo y lo deseo.

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Sin embargo, por otro lado, especialmente desde las perspectivas antirracistas, emerge una visión de la identidad que se encuentra en las antípodas: allí la identidad aparece como una esencia que a su vez conlleva una serie de experiencias imposibles de ser reproducidas por una persona que pertenezca a otra identidad. De aquí que, por ejemplo, un blanco no pueda autopercibirse negro ni definirse transracial. Esta contradicción ha atravesado varios de los artículos de Disidentia que he escrito de modo que invito al lector a rastrear allí si es de su interés.

Detrás de las identidades presuntamente empoderadas se están erigiendo los barrotes de la celda que obliga a esas identidades a estar todo el tiempo cumpliendo con lo que se exige de ellas

Ahora bien, si de la teoría queer se sigue una concepción por la cual se puede disponer o descartar la identidad como si fuera un producto que adquirimos en un supermercado, de esta segunda concepción de la identidad se infiere una suerte de visión propietaria por la cual hay unos poseedores encargados de velar por la pureza y la homogeneidad de la misma. Un tribalismo que, al tiempo que protege y preserva, también encarcela.

¿Es esta descripción justa? ¿Vivimos entre una perspectiva identitaria abierta y liberadora, y una perspectiva tribalista asfixiante? No exactamente y, para ser más justos, digamos que no son pocas las voces que advierten que incluso desde la perspectiva queer esta obsesión por lo identitario está creando la atmósfera contraria a la presunta liberación con la que se la intenta presentar en el debate público.

A propósito, algunos meses atrás y en el marco del Festival de Arte Queer de Buenos Aires, visitaba Argentina la joven escritora transgénero Elizabeth Duval, quien para algunos es una de las grandes promesas de la literatura europea.

El punto es que más allá de haber publicado 4 libros con tan solo 22 años, Duval ganó notoriedad por, entre otras cosas, ser de las primeras adolescentes españolas que con 14 años recibiría una terapia de bloqueadores hormonales. A esto le siguieron portadas de revistas, activismo y redes sociales con un vértigo propio de estos tiempos y esas edades.

Sin embargo, como indicara en una entrevista al portal INFOBAE, tanta exposición la agotó a tal punto que decidió “jubilarse de lo trans”.

¿Significa esto que se ha “arrepentido” de su tratamiento hormonal? Nada de eso. De hecho, ante la pregunta de la periodista ella responde:

“[Lo que me ha cansado es] Que para existir como sujetos con voz dentro de la sociedad de libre mercado y del marco de las democracias liberales, las personas trans deben constantemente estar hablando de sí mismas, produciendo discurso sobre aquello que articula su identidad. Podemos existir, pero a condición de que nuestro discurso se convierta en una reiteración obsesiva en torno a aquello que nos diferencia: no podremos borrarlo”.

El señalamiento es por demás interesante y en realidad se extiende a aquel que pretenda definirse en torno a una identidad unidimensional: todo el tiempo se le exige a esa persona que actué en tanto “eso que es” y se espera de ella las performances correspondientes. Es curioso, pero tanto hablar de deconstrucción y se exige incluso a las presuntas identidades deconstruidas que actúen según el estereotipo en cuestión. Así, las persona trans tienen que ser trans todo el tiempo y todas sus acciones deben poder explicarse y estar en relación con la causa trans. Lo mismo sucede con los afroamericanos en Estados Unidos, los gays o incluso las mujeres. En este último caso, como vemos en España, sectores del feminismo ya no celebran que haya mujeres que alcancen espacios de poder si quienes llegan allí son mujeres de derecha, como podría ser el caso de Isabel Ayuso. De repente, entonces, ya no se exige igualdad entre varones y mujeres sino entre varones y feministas. Así, pareciera ser que una mujer de derecha no sería mujer y solo serían mujeres las feministas de izquierda. Lo mismo ha sucedido con los afroamericanos o gays famosos que, por ejemplo, en su momento apoyaron a Trump. El solo hecho de defender una posición minoritaria dentro de la comunidad los convertía en “usurpadores de una identidad”, como si un afroamericano de derecha escondiese un alma blanca, y un gay de derecha fuera un heterosexual enmascarado.

Lo que menciona Duval incluso se ve muy claro cuando, por ejemplo, enfocamos el reverso de las políticas de cupo en el cine. En este sentido, cuando se exige que haya personajes trans y gays en una película o una serie, y se considera que solo trans y gays en la vida real deberían poder representar esos personajes, la consecuencia a la que arribaremos prontamente es que los actores trans y gays no podrán actuar de otra cosa que no sea de ellos mismos. ¡Menuda cárcel! Dedicarse a una actividad cuya magia está en la posibilidad de ser otro, y una tiranía de las buenas causas acaba por condenar a esas personas a no poder representar a nadie más que a sí mismos. Algo similar ocurre con mujeres dramaturgas o escritoras: el establishment cultural y editorial les exige que en tanto mujeres tienen que hablar de “cosas de mujeres” o de “los temas que les están interesando a las mujeres ahora”. Así, todo el tiempo se está obligado a ser lo que se es, entendiendo por tal solo una de las dimensiones de la identidad, como si una mujer se definiera solamente por esa condición.

Para finalizar, detrás de las identidades presuntamente empoderadas se están erigiendo los barrotes de la celda que obliga a esas identidades a estar todo el tiempo cumpliendo con lo que se exige de ellas. Lo que libera también encarcela, de aquí que, quizás, siguiendo la actitud de Duval, sea tiempo de “jubilar las identidades”: no para afirmar que una de las dimensiones de la identidad (la racial, sexual, etc.) sea irrelevante, sino para exponer que una persona es también, al mismo tiempo, muchas otras identidades más.

Foto: Vlad Hilitanu.


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