Las reseñas elaboradas en torno a la figura del intelectual han sido excelentes. Immanuel Kant sentenció que el intelectual es “un consejero de la verdad”. «Un ser curioso y libresco”, afirmaría Octave Uzanne. Un letrado, un artista, un científico “que coloca su razón por encima de las pasiones que animan a la muchedumbre: familia, raza, patria, clase”, dictó Julien Benda.  Alguien de probada honradez, «comprometido» con la justicia universal, enfatizaba Jean-Paul Sartre. Incluso un «ilustre del logos», dice pomposamente Pierre Boncenne.

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Más allá de estas formulaciones narcisistas, en plena Edad Contemporánea viene observándose el declive social de los doctos y la consiguiente marginación del sujeto instruido y competente. Y no tanto, como sugirió Jean-François Lyotard, por el desmoronamiento y caída de los grandes relatos, sino por la continua asociación de los intelectuales a luchas y estratagemas ideológicas que, esta es mi opinión, ciegan los criterios de imparcialidad y de (auto) crítica.

¿Sorprende que Paul Valéry considerara que los intelectuales se dedican a la tarea de «mezclar los signos, los nombres o los símbolos de todas las cosas sin el contrapeso de los hechos reales”? Mucho más duro, Carlos Alberto Montaner ha asegurado que los intelectuales de hoy son ni más ni menos que “idiotas líricos”. “Turistas del ideal”, en palabras de Ignacio Vidal-Foch.

Frente a tales veredictos, en el fondo lo que palpita es esta cuestión: quien tiene la pluma, se arroga el poder de moldear la mente ajena, pues quien cuenta historias cree que posee en su mano la varita de agitar, en los demás, pasiones y sueños. Y si los intelectuales alimentan en mayor o menor medida la politización del Estado, la naturaleza del poder del Estado comporta siempre y a su vez la politización de la administración. Y, por tanto, de sus administrados, los intelectuales, círculo infernal del que muy pocos logran escapar.

La crisis de la neutralidad

 El gran poeta mexicano Gabriel Zaid certificaba en De los libros al poder (1988) la existencia de una guerrilla universitaria. Y denunciaba la responsabilidad de esta clase intelectual en la propagación de mitologías políticas, algunas fundadas sobre ideologías necrófagas. Zaid, que es hijo de emigrantes palestinos, llegó a admitir el rol oligárquico de los intelectuales:  «tardé mucho en descubrir que yo era parte de esa oligarquía. Los espejeros quisiéramos creer que no tenemos intereses particulares (sociales, políticos, económicos, relacionados con la construcción de espejos): únicamente intereses superiores (la Verdad, el Arte, el Pueblo, la Historia, el Progreso)”. Pero no es así, dado que, por la ambición de oficiar en la vida pública, los intelectuales suelen anhelar satisfacer sus ilusiones de poder ayudando inclusive a los príncipes de turno a controlar la sociedad.

¿Cabe esperar algo de los intelectuales que no sean sus ideas?, porque prescindir de la imparcialidad y sustituir la búsqueda de la objetividad por creencias particulares resulta algo delicado. Y peligroso. ¿Así que podemos aguardar de los profesionales de la inteligencia algo más que la reivindicación de sus opiniones particulares?

El intelectual ha de controlar sus filias y domeñar sus pasiones, rebeldes o no. ¿La razón? Ya lo indicó Georges Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia (1906): por las ansias de dominio «los intelectuales no son, como se dice a menudo, los hombres que piensan, son gentes que hacen profesión de pensar», gentes que trabajan para jefes y con argumentarios a la carta fabrican debates. Y favorecen, agrego, la propaganda junto a la manipulación de los sentimientos, como materia primera del conocimiento.

El protagonismo de los intelectuales no obedece en muchas ocasiones a las utilidades o descubrimientos de su trabajo, sino que procede de sus hambres de notoriedad, de su dependencia con el poder de las superclases, circunstancia sobre la que incidió el mismo Hegel al hablar de la necesidad de sumisión de los intelectuales al servicio del Estado.

La lógica de dominio, que es propia de la política, ha hecho que la intelligentsia, más que un faro, sea “una suerte de estómago encargado de digerir, en forma de papilla, los materiales ideológicos que los diversos sectores de la sociedad necesitan consumir diariamente para poder mantener más o menos definidos los límites de sus intereses (no solo políticos o económicos) frente a los otros sectores», decía en 1987 Gustavo Bueno.

Entonces, y vamos al meollo del asunto, ¿qué pueden hacer por la sociedad el periodista, el científico, el historiador, el filósofo o el literato? En primer lugar, no desertar de su profesión. Tampoco alejarse de la mejora de comprensión de sus ámbitos de conocimiento. Lo cual pasa por examinar con espíritu crítico las teorías, las pruebas, los errores en los razonamientos… Y, llegado el caso, incorporar nuevas evidencias, incluso aquéllas que puedan impugnar nuestras propias investigaciones. Y nuestras propias ideas.

En segundo lugar, y esto es importante, el historiador, el poeta, el científico, el periodista… han de abandonar la idea de que el poder y su concreción institucional son expresión de la sabiduría en su rango más elevado, como dogmatizaba Platón en su diálogo Banquete allá por el siglo IV antes de Cristo. Y es que si todo es política, ¿dónde queda el conocimiento? Raymond Aron en Democracia y Revolución (1952) diría que “hay una actividad humana que puede ser más importante que la política: es la búsqueda de la verdad”.

Foto por rawpixel


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María Teresa González Cortés
Vivo de una cátedra de instituto y, gracias a eso, a la hora escribir puedo huir de propagandas e ideologías de un lado y de otro. Y contar lo que quiero. He tenido la suerte de publicar 16 libros. Y cerca de 200 artículos. Mis primeros pasos surgen en la revista Arbor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, luego en El Catoblepas, publicación digital que dirigía el filósofo español Gustavo Bueno, sin olvidar los escritos en la revista Mujeres, entre otras, hasta llegar a tener blog y voz durante no pocos años en el periódico digital Vozpópuli que, por ese entonces, gestionaba Jesús Cacho. Necesito a menudo aclarar ideas. De ahí que suela pensar para mí, aunque algunas veces me decido a romper silencios y hablo en voz alta. Como hice en dos obras muy queridas por mí, Los Monstruos políticos de la Modernidad, o la más reciente, El Espejismo de Rousseau. Y acabo ya. En su momento me atrajeron por igual la filosofía de la ciencia y los estudios de historia. Sin embargo, cambié diametralmente de rumbo al ver el curso ascendente de los populismos y otros imaginarios colectivos. Por eso, me concentré en la defensa de los valores del individuo dentro de los sistemas democráticos. No voy a negarlo: aquellos estudios de filosofía, ahora lejanos, me ayudaron a entender, y cuánto, algunos de los problemas que nos rodean y me enseñaron a mostrar siempre las fuentes sobre las que apoyo mis afirmaciones.