La libertad de expresión es el valor central sobre el que se fundamentan la mayor parte de las conquistas de las modernas sociedades liberales. No importa si hablamos del derecho a voto para las mujeres o la equiparación ante la ley de todas las personas sin importar el color de su piel: casi siempre encontramos en el origen de estas conquistas las opiniones controvertidas, casi heréticas, de personas consideradas en su época “antisistema”. Gracias a la discusión pública de las ideas de Emmeline Pankhurst, Lucretia Mott o Susan B. Anthony, millones de personas lograron llegar al convencimiento de que las creencias con las que había crecido debían ser puestas en entredicho. Sin el arrojo de Rosa Parks o los discursos de Martin Luther King, quien no tuvo miedo para declarar en voz alta su “sueño”, hoy podríamos seguir creyendo que los humanos no “occidentales de raza blanca” son seres inferiores.
La libertad de expresión es inherentemente emancipativa. Es el mejor amigo del oprimido
Hacer uso libre de la palabra, poder expresar lo que pensamos, nos permite poner en entredicho y criticar a los poderosos. Es una poderosa herramienta de control a la acción arbitraria de quienes nos gobiernan. Permitirlo, alentarlo diría yo, es la mejor prueba de que el gobernante reconoce humildemente sus propias limitaciones y está dispuesto a hacer aquello que mejor define al buen gobernante: escuchar. La libertad de expresión es inherentemente emancipativa. Es el mejor amigo del oprimido, del marginado y de todos aquellos que pretenden cambiar a mejor la sociedad en la que viven. Los neocensores que pululan en las redes sociales de nuestros días harían muy bien en tener esto siempre presente.
En una sociedad ilustrada y liberal, debemos enfocarnos en los argumentos y no en la prohibición. Quien quiera defender la libertad privando a los enemigos de la suya no ha entendido lo que significa libertad. Deberíamos considerar la censura como algo arcaico, como un medio que solo usan las teocracias, las autocracias y los estados totalitarios. A menos que sea parte de una actividad delictiva (chantaje, incitación a la violencia, pornografía infantil …) o pueda poner en peligro directamente la seguridad pública (el famoso «fuego» en una sala de teatro), la comunicación nunca debe ser un delito.
La gran tentación de taparle la boca al otro
La mayoría de nosotros podemos aceptar la mayoría de los enunciados y no deseamos prohibirlos. Casi todos, sin embargo, tenemos nuestras líneas rojas. Para muchos judíos, la negación del Holocausto puede ser intolerable, como para los armenios la negación del genocidio contra su pueblo. Las personas religiosas no quieren que se burlen de sus profetas y sagradas escrituras. A algunos ecologistas les gustaría encarcelar a quienes que no creen en el cambio climático provocado por el hombre… la lista sería enorme. La tentación de silenciar a los opositores políticos es grande, porque una vez silenciados, ya no podrán argumentar en contra de las propias creencias. Olvidamos, pero, que la censura nos puede alcanzar a todos. La libertad de expresión no es divisible. Relativizar este principio absoluto convierte a la libre expresión en un privilegio, lejos ya de ser un derecho: la oportunidad de poder opinar libremente se nos otorga, pero también se nos puede negar, en función de quién tenga el poder de dictar las leyes.
Para muchos judíos, la negación del Holocausto puede ser intolerable, como para los armenios la negación del genocidio contra su pueblo
Las denominadas campañas contra el “discurso del odio”, orquestadas desde todos los altares sociales: ministerios, ONG’s, partidos, redes sociales y panfletos de barrio, han sabido imponerse a pesar de ambigüedad de su mismísimo objeto: ¿de qué “odio” estamos hablando? ¿Son todos los “odios” iguales? ¿Qué es exactamente lo que no podemos “odiar”? El objetivo, nos dicen, es posicionarse con contundencia frente a la incitación a la ofensa, sin definir muy bien esta última, pero dejando claro que nada de lo escrito en los medios o en Internet quedará sin leer-censurar-denunciar. Todo aquello que “alguien” – incluso para un miembro de alguna checa autoconfigurada asambleariamente en un perdido foro de internet – considera que tiene pinta de ser odio, incitación o puesta en duda del mainstream, puede ser declarado como odio, incitación y puesta en duda del mainstream. Declaración de spam, denuncia en Twitter, bloqueo en Facebook, demonización de un blog, incluso denuncia ante algún tribunal que se preste. El umbral de lo “legal” definitivamente enmarcado en el dintel del “eso no lo queremos”, “eso no nos gusta”.
La libertad de expresión no significa que las opiniones “buenas” tengan que ganar
Opiniones las hay para todos los gustos porque no existe órgano de gobierno que nos impida pensar a cada uno de nosotros como nos sale de la neurona. No niego que no se intente desde el estatismo la domesticación del pueblo, pero les aseguro que aún no lo han conseguido. Ello significa que no sólo podemos criticar opiniones, debemos hacerlo si creemos que queremos. Y nada ni nadie puede impedírnoslo, excepto mediante el uso de la fuerza. Sí, también somos libres para pensar erróneamente, y para manifestar en voz alta nuestro error. Y ello no significa que hacer uso de la libertad de expresión no deba nunca tener consecuencias negativas. Las tiene: sociales y penales. Pero debemos mantenernos alerta: no es lo mismo castigar una opinión que atenta contra una persona (difamación demostrable), que crear leyes para limitar las opiniones que no nos gustan.
También somos libres para pensar erróneamente, y para manifestar en voz alta nuestro error
El autoritarismo políticamente correcto de nuestros días se basa en una imagen errónea del ser humano. Nos considera a todos como seres altamente vulnerables, necesitados de contínua protección, al tiempo que nos considera labiles en nuestro criterio, presa fácil de cualquier manipulación y peligrosos, por lo que necesitamos de constante e implacable tutorado. Control. Se necesita control. Cada espacio no regulado y sin control se considera como punto de partida de posibles agresiones personales o tentaciones sociales perjudiciales. Envueltos en este paradigma la misma exigencia de libertad es sospechosa: quien reclama una “desenfrenada” libertad de expresión, sólo puede tener en mente la intención de causar algún daño.
Cuanto mayor sea la presión legal ejercida para limitar los procesos naturales de maduración personal, expresarse en libertad es uno de ellos, mayor será el número de aquellos que se sientan agredidos en su propia capacidad de discernimiento, pensamiento, creatividad y aprendizaje. El único antídoto frente a la dictadura de la corrección política, en mi opinión, es el desarrollo de puntos de vista propios y defender éstos de manera contundente, no permitiendo que nadie nos tape la boca o borre el mensaje. No hay arma más efectiva contra la cultura de lo políticamente correcto que el cuidado escrupuloso de la propia, radiante y contagiosa confianza en la capacidad de todos de aprender. Hablando se entiende la gente.
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