«Un fantasma recorre Europa»; pero ya no es, como sostenía Marx en el mejor panfleto —en términos literarios— jamás escrito, el fantasma del comunismo, sino seguramente el fantasma de la propia Europa.

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Aunque la grandilocuencia es una tentación que hay que regatear a toda costa, son tantos los signos que pocos dudan hoy que presenciamos un cambio de época. No es solo que Occidente esté dejando de ser el centro del mundo, por la pujanza de Asia en general y del gigante chino en concreto; es que Europa, alma del cuerpo occidental, vive una crisis de identidad sin precedentes. Se le han amontonado unas pocas enfermedades del crecimiento; a fuerza de prosperidad ha envejecido velozmente, y solo hace falta aguzar un poco la vista para ver las goteras y desconchones que caracterizan a este edificio decrépito.

Desfilan por delante nuestro la decrepitud europea y su elefantiasis burocrática, las agendas impuestas, el anticapitalismo disfrazado de ecologismo, las apelaciones à la Mittiga para suspender la democracia con el supuesto fin de abordar el cambio climático, la incompetencia sepultada en el ideal democrático, el invierno demográfico, etcétera

En tiempos así hacen falta buenos arquitectos, personas cabales que diagnostiquen primero y pongan a funcionar después a los obreros para evitar la ruina. Mientras los intelectuales sistémicos están a sus cosas —haciendo caja mientras nos convencen de que la cuestión es si son galgos o son podencos—, Javier Benegas ha decidido acercarse una vez más a ese edificio que ama y hacer recuento de pérdidas para tratar de salvarlo del colapso con un nuevo informe de desperfectos y un catálogo de medidas. Tras La ideología invisible y Vindicación, y con una precisión pasmosa que es fruto de su progresivo ajuste de lentes (mejora, como los buenos vinos, año tras año), pone a nuestra disposición su lucidez estratégica.

No tendrás (nada) y no serás feliz

El nuestro ha sido siempre un país más dado a la táctica que a la estrategia; muy de liarse la manta a la cabeza y poco de desplegar planos sobre una amplia mesa y arremangarse a pensar, que es lo que corresponde cuando la batalla es compleja. Es una lástima, porque la historia es prueba de lo que somos capaces cuando a nuestro ímpetu, forjado por una singular biografía —virtuoso caldero de culturas antiguas—, le unimos cierta previsión, cierta capacidad de juzgar en grande. Ese es, me parece, el gran valor de este texto: el modo que tiene de elevarse sobre el tráfago de la actualidad para avizorar lo que los anglosajones denominan the big picture y nosotros solemos llamar, acaso futbolísticamente, «la jugada».

¿Qué va a encontrar el lector en estas páginas? Una inteligencia fina que abre puertas y ventanas para orear la confusa polarización que nos acogota; un chorro de luz dirigido a nuestras tinieblas. Hace falta combinar una honda cultura con una experiencia práctica para trazar esta descripción precisa de los nuevos señores, la ciudadela (¿cómo es que ya no se habla de la casta?), y de la senda equivocada que hemos tomado y estamos a tiempo de desandar si nos ponemos a ello. «Hace tiempo que Occidente transitó de la sociedad capitalista competitiva hacia la sociedad tecnocrática dirigida», sostiene Benegas; cuanto antes aceptemos esto antes podremos conjurar fuerzas para darle la vuelta a la tortilla.

Contiene este texto, entre muchas otras cosas, muy interesantes reflexiones sobre la conexión entre la prosperidad y la ética. Paralelamente a la relación entre capitalismo y democracia, hemos de considerar cuánto deben nuestros progresos morales —pacata y habitualmente denominados «sociales»— a una economía que los hace posibles. A la altura de nuestro siglo hay demasiada gente que desprecia el dinero, como si nos pervirtiera de suyo; la mueca que componen se parece a la de ciertos hijos de familia pudiente que se travisten de bohemios. Siempre recuerdo, a este respecto, lo que decía sobre el buen samaritano Margaret Thatcher: que nadie se acordaría de él si solo hubiese tenido buenas intenciones; también tenía dinero.

En este marco, creo, hay que evaluar las menciones de Benegas al «liberalismo instintivo». Sabemos de la complicada relación de nuestro país con los liberales; en estas páginas tendrá el lector una oportunidad de reconciliarse con ellos. Es absurdo sostener que hay un solo conjunto, el «neoliberal», en esta inclinación por la libertad que puede ser tan meritoria; la clave está en ir más allá de la libertad negativa para dar con lo que hay en el adjetivo «liberal» de virtuoso. Considerar que aquella es la libertad toda es un mal de raíces románticas y culminación posmoderna; es denunciando la supresión de toda autoridad y responsabilidad como el autor nos reconduce a la libertad completa, cimiento del honor ético.

Decía Nietzsche que a las verdades desagradables había que exponerse como a una ineludible ducha fría: entrar con determinación y salir rapidito. El autor nos prepara esa ducha con una prosa cristalina y directa, que acompaña de la electricidad que genera amontonar verdades. Desfilan por delante nuestro la decrepitud europea y su elefantiasis burocrática, las agendas impuestas, el anticapitalismo disfrazado de ecologismo, las apelaciones à la Mittiga para suspender la democracia con el supuesto fin de abordar el cambio climático, la incompetencia sepultada en el ideal democrático, el invierno demográfico, etcétera. No es un catálogo de horrores, sino un manual de avisos al que el autor tiene el buen gusto de adjuntar algunas soluciones.

Si tuviera que destacar en este prólogo dos de estas puestas en guardia serían las de la paternidad y la sobrelegislación. En el primer caso, porque, en tanto padre y sabedor de que quien firma las reflexiones es un excelente padre, me duele ver cómo se intoxica a las generaciones con las dificultades que la paternidad se dice que entraña. Hay demasiada gente interesada en que no se funden familias, por tener legiones de individuos autocentrados a quienes venderles cosas que no necesitan y súbditos de voto fácil (valga la redundancia). Mientras esto sucede, la ola de la soledad se sigue encrespando. Además, como en este texto tan bien se explica, el desplome de la natalidad lleva a que mucha creatividad se pierda, y es tan complejo y convulso el mundo actual que necesitamos cuantiosas y valiosas innovaciones. Dos, la sobrelegislación, fruto sobre todo del eclipse de la moral, que lleva al poder a intentar patrimonializar esta, con el añadido pospandemia de tantos ciudadanos que jalean esta diarrea de leyes. En lo opuesto está el espíritu de No tendrás nada: seres humanos valerosos, capaces y exigentes con sus gobernantes es lo que promueve.

Como Benegas sabe que tenemos un deber de esperanza, incorpora a su texto las herramientas para que podamos honrar esa exigencia. Nos muestra las oscuridades y las espanta con luz, como hacen los pensadores honrados; sabe que de distopías estamos servidos. Le consta que lo que narra no es un videojuego, que hay personas sufriendo por estas cosas. Como sabe todo aquel que lo conozca, hay un corazón que bombea fuerte tras su semblante de castellano viejo. Sus palabras son un hito del sentimiento —que no del sentimentalismo—, y no solo del intelecto. Es que al autor le importe nuestra desazón lo que marca la diferencia. Más que un llamado a la racionalidad, es la suya una apelación a la cordura (del latín cor, corazón), a abandonar la actitud en la que «lo imposible deviene moralmente irrenunciable» y abrazar una vida recia sin dejar de ser ambiciosa. Hombre de la Tierra Media, como un valeroso hobbit nos conmina a una épica de nuestra talla, porque la sociedad civil es en definitiva una suma de personas que deciden reunirse para hacer lo debido.

Este es un libro atravesado por un amor natural a las personas. No a la abstracción del ser humano, ni a la vulgarizada «la gente»: amor al prójimo. Lo muestra sumando al proyecto común del bien sus profundas capacidades para entender qué nos pasa. Porque, si es importante que nos quieran, importa más que nos quieran lúcidamente, esto es, con una capacidad para la verdad que nos ilumine. Su ensayo es también una carta de amor al pueblo; de nuevo, no a ese pueblo-espantajo del que se sirven los tiranos, sino al pueblo de proximidad, de barrio, de rostro y conversación cálida. Tras la catástrofe de la dana en el levante español, volvimos a oír que «el pueblo salva al pueblo»; este libro que va usted a leer, querido lector, hace justamente eso, porque Javier es pueblo y con su incisiva palabra nos salva.

Prólogo escrito por David Cerdá para el libro de Javier Benegas No tendrás nada y (no) serás feliz (Disidentia, 2025)