Ernesto Giménez Caballero, un más que notable escritor falangista, dejó constancia en sus Memorias de un dictador de que el aparato de gobierno franquista en Burgos tenía “el espionaje público y la propaganda secreta”, o sea que nada iba muy allá en opinión del poeta que a los ochenta años consideraba haber sido fundador de las Juventudes Socialistas, fascista, vanguardista y decía estar de vuelta al anarcosindicalismo, una vida exagerada, sin duda, tal vez más imaginaria que real.

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Hoy no abundan los Giménez Caballeros porque el gremio poético está muy pendiente de las subvenciones, nada que reprochar, salvo que las haya, y no se dedica a hacer la glosa surrealista de nada, tal vez porque la realidad ha superado con generosidad las exageraciones. A ver, si no, cómo entender el notable episodio del (supuesto, suele decirse) espionaje a los no menos supuestos agentes del independentismo de cuyo apoyo depende, esta vez sin suponer nada, la estabilidad del Gobierno de Pedro Sánchez.

Si cabe sospechar que a los espías se les haya visto el plumero, se puede suponer que ahora les van a poder ver hasta las entretelas

Es discutible qué resulta más asombroso y surrealista, si que el Gobierno ordene (un suponer) que se vigile a socios de sus socios o a sus socios mismos, o que los que son espiados se enteren y lo difundan (espionaje en público), o que los socialistas catalanes critiquen a su Gobierno y que, uno de ellos, y no el menor, que preside el Congreso, facilite la entrada de algunas señorías, que merecen cierta cautela, en la comisión del Congreso que controla los servicios de información a las órdenes del Gobierno. Si cabe sospechar que a los espías se les haya visto el plumero, se puede suponer que ahora les van a poder ver hasta las entretelas. Es todo, como mínimo, un poco desconcertante, al punto que recuerda otra escena literaria no menos subversiva, la reunión que Chesterton describe en El hombre que fue jueves en la que todos los delincuentes conjurados eran a la vez policías, una escena casi metafísica en la que ya no hay ni yo ni tú.

Cuando se formó este Gobierno con tan escaso como atrabiliario apoyo, se podía suponer que el presidente las iba a pasar canutas, pero lo que nos estamos acostumbrando a ver es cómo un ágil contorsionista sortea todas las dificultades porque, aunque derribe, una tras otra, cada una de las barreras de la gincana en que ha convertido la legislatura, no hay reglamento ni árbitro que le señale falta alguna, de forma que se limita a seguir adelante mostrando su mejor sonrisa, cuando consigue desencajar la mandíbula.

El volatinero Sánchez podría responder con el lema de resonancias joseantonianas que exhibía la editorial Doncel “la Polar es lo que importa”, llegar a meta, no más.  El doncel seguntino, sin embargo, era un símbolo reflexivo, yacente y pegado a un libro, una imagen que no cuadra mucho con la de un presidente que despacha papeles en el asiento de un reactor mientras dedica una acerada mirada ejecutiva a cualquiera de sus innúmeros asesores, un tipo difícil de ahormar con ideas preconcebidas y que casi nunca está dónde se sospecha que debiera estar. Claro es que su Polar es tan fija como la del cielo estrellado, mantener el resuello hasta su llegada a meta, con la ventaja de que él y nadie más puede ponerle fecha, y luego ya veremos.

Un observador ingenuo podría preguntar qué sacamos los ciudadanos de todo este pitote. Sánchez cree que su estabilidad es el equivalente al progreso, la justicia y el bienestar de los españoles y por eso se toma las licencias que haga falta para salir adelante. Cuando escribió, ya se entiende, su manual de supervivencia entendía estar haciendo un tratado de políticas públicas y cuando defendió, que falta le hacía, su tesis doctoral nos reveló a todos que los detalles le importaban un carajo, que lo importante era alzarse con el título.

Supongo que se sentirá molesto cuando se le distrae con asuntos de poca monta, como éste de echar un ojo a las conversaciones de delincuentes menores, según la doctrina del Tribunal Supremo, mientras él se ocupa de consolar a Volodímir Zelenski, de estrujar a Macron o de pasear junto a Biden, es decir de cosas clave en la política internacional, pero aguanta con paciencia y espíritu de sacrificio estos pellizcos de monja que le atizan los indepes de orden o los chicos de la banda que, por esta vez, se han portado como estadistas ya que van a entrar a compartir los secretos más inconfesables de las cocinas del Estado.

Nadie puede dudar del aguante de Sánchez que ha sabido convertir las debilidades de todos los demás en un sostén muy flexible de su fortaleza y, ante hazaña semejante, es seguro que él piensa que no cabe andar preguntándose por minucias como la inflación subyacente o el desmadre de los gastos de la pandemia, para cuyo control ya se ha montado el circo con los sospechosos habituales en Madrid, que, con sus hermanos, primos y aristócratas, harán que nadie se pare a preguntar por las cifras grandes pues ya está demostrado que la gente no las entiende.

Tampoco hay que perder los nervios con la deuda pública, que progresa adecuadamente, y si el soporte del BCE empezase a desvanecerse, a ver si hay bemoles, puede que llegue el momento de tocar a rebato, sacar una vez más al Doberman, que está muy ladrador, a ver si el miedo de pensionistas y acoplados (amen de la impericia rival, siempre tan atenta al caso) vuelve a propiciar que Sánchez pueda repetir una legislatura tan apasionante como la presente.   De momento, van casi tres años y el Dr. Sánchez sigue en cabeza del pelotón.

Espionaje público, pero Gobierno en la sombra, porque no se sabe qué es lo que en verdad hace, salvo recitar con constancia sus consignas, como que nadie se está quedando atrás, que hemos vencido al virus, que en el Sahara se sigue la política de siempre, que se van a subir los gastos de Defensa (Biden y Europa nos contemplan) sin recortar nada y sin aumentar el déficit público, y un cierto número de prodigios similares. Los que no comulgamos con semejante optimismo, tan contrario a evidencias que es inútil enumerar, no podemos, sin embargo, negar la indudable destreza que el protagonista de tanta magia muestra para no perder el aire cuando, y sucede a menudo, se le derrumba el sombrajo y tiene que hacer horas extra con chapuzas de diverso tipo y con habilidades que dejarían como sumo torpe al televisivo Mc Giver.

Sánchez preside un gobierno al que va a ser muy difícil que cualquier futuro reconozca méritos distintos a los de esa paradójica habilidad para no gobernar, para mantenerse al pairo, para no hacer nada que redunde en beneficio del progreso económico o intelectual de la sociedad española. Según Fernández Villaverde, España tiene ahora mismo un PIB idéntico al de 2005, mientras que Irlanda ha crecido un 79%, Alemania un 18,7% o Portugal lo ha hecho en un 4%, de forma que en todos estos años la política no ha sabido hacer nada sustantivo por nuestro bienestar económico y los años de Sánchez no son, de ningún modo, una excepción.

La política en España ha acabado por convertirse, en buena medida, en un arte de olvido de los verdaderos problemas de los españoles para centrar la atención en cuitas y mandangas y de este mérito sí que Sánchez puede presumir. Su arte de supervivencia está siendo esencial para convertir asuntos muy menores en cuestiones de aparente transcendencia que acaban por absorber la atención de los medios y ocupar la cabeza de muchos ciudadanos. Esta diversión es, en realidad, un engaño, una broma macabra, y hay que esperar que sea cada vez más el público que se levante del asiento ante el espectáculo y comprenda que ha de preocuparse de sus asuntos, lo que implicaría un cambio político más hondo que el que pueda depender de la lealtad sin reservas a cualquier ideología o preferencia.

Foto: David Sinclair.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web