El inicio del primer acto se puede situar en la aprobación de un régimen electoral que reconoce el pluralismo político. Se abren así a la ciudadanía múltiples opciones o alternativas según su preferencia. Desborda el entusiasmo y la población considera, casi al son de la leyenda del tiempo, que por fin parte un periodo de prosperidad gracias a su participación directa en la selección de la dirigencia.

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El segundo acto, por su parte, lo marca el desarrollo y mejora del nuevo sistema. A la conciencia ciudadana y su presión, por la esperanza y expectativas creadas, sobre la dirigencia, se une el desarrollo de las instituciones establecidas en una nueva Constitución también ilusionante. Sigue a continuación una nueva regulación, el atractivo país desde el exterior, así como la generalización de la educación y la formación universitaria que proyecta nuevas clases medias. Impera entre los políticos una cierta moderación y compromiso con el texto constitucional.

Todo esto ha sucedido con el silencio cómplice de tratadistas, académicos, universitarios, medios de comunicación, el empresariado de gran capitalización y todos los demás estamentos que, en teoría, estaban llamados a funcionar de contrapeso

Un tiempo después, no sabría decir exactamente en qué momento, comienza un tercer acto que podríamos calificar como de conservación. No sucede en verdad gran cosa, nada que no pueda soportar el sistema. Hay incluso alternancia en los gobiernos y la Res Publica parece funcionar correctamente, sin que las operaciones para engullir la ciudadanía sean todavía peligrosas. Se respetan las instituciones, habitadas por gente más o menos respetable, y los grandes problemas ciudadanos son esencialmente de naturaleza económica ante la proliferación de clases medias y la incorporación de la economía al circuito internacional.

Ahora bien, justo en este momento, una parte de la dirigencia entiende el funcionamiento del mundo, mientras que otra comienza a pensar en sí mismo y en el partido. Aflora un incipiente dogmatismo, la cultura de la insatisfacción y vuelven también los demonios del pasado, que pueden utilizarse siguiendo un instinto básico de conservación.

El cuarto acto consiste en el inicio de la decadencia. La fragmentación empieza a ser un hecho y la dirigencia, más numerosa y costosa que nunca, nutrida además de perfiles diferentes a los conocidos hasta entonces, entra en el populismo y en el activismo de causas incompatibles con el marco constitucional. Esa nueva clase, incapaz de reconocer ante la opinión pública la verdad de las cosas, determina que la acción de gobierno se olvide del conjunto e inicie a centrarse en los propios partidos. Lo importante ya no es el país sino el interés del partido. Es el partido quien que controla las instituciones a través de elecciones y es desde las instituciones desde donde se dispone de recursos para controlar a su vez el partido. Controlar el partido puede permitir controlar todo lo demás gracias al BOE. Los males y vicios engendrados en esta fase no tardarán en mostrarse con absoluta crueldad.

El último acto, como no puede ser de otro modo, es la muerte de la democracia. La implementación progresiva de un sistema democrático en sentido meramente formal y, consiguientemente, el establecimiento de una forma u otra de tiranía por el poder que ya ejerce la clase política sobre la ciudadanía.

Esta fase la marca el ascenso de esa nueva clase dirigente que venía ya larvada y que ha entendido lo expuesto en el anterior párrafo. Embriagadora con un neolenguaje y entregada también a la sinrazón, abre el momento de la política total, y por tanto, la precipitación de unos ciudadanos contra otros con la colaboración de todos los mecanismos de producción y control de opinión pública. Llegados a este punto, la dirigencia no hará nada que no sea exclusivamente para conservarse. Harán lo que sea necesario para retener el poder: aumentar el empleado público, la deuda y los tributos hasta el infinito, nacionalizaciones masivas, aumentar las subvenciones y programas de asistencia desmesuradamente con la esperanza de conseguir retornos en forma de voto, y hasta normalizará como socio a todos los sátrapas del mundo si hiciera falta.

Al control total de las instituciones mediante comisarios políticos se une por tanto una actividad legislativa irracional y desquiciante, el uso ideológico masivo de los presupuestos, la invasión del espacio público, el ataque sistemático a todo discrepante y a todas las libertades, que antes o después se modularán también, en interés del programa, desde los propios tribunales de justicia, que no tardan en caer en brazos de la dirigencia.

En poco tiempo todo empieza a funcionar peor, desde la sanidad a la educación. Vivir peor será cada vez es más costoso y sacrificado. En paralelo, la Abogacía del Estado se convierte en Abogacía del Gobierno, el Consejo de Estado en un tugurio del Gobierno, el Tribunal Constitucional en conciliábulo del Gobierno, el Tribunal Supremo en órgano que moleste poco al Gobierno, los órganos independientes en sucedáneos de un ministerio, la Fiscalía en la organización de persecución del adversario político y brazo ejecutor de la ideología punitiva del Gobierno y el resto de la Administración en soporte programático y electoral del Gobierno.

Así es como ha evolucionado nuestro sistema y así es como ha fenecido. Sólo hacía falta alguien con la determinación suficiente para realizar el proceso. En efecto, España ha deambulado de una forma incipiente de Estado de derecho sin democracia a una democracia sin Estado de derecho, en lo que podemos ya calificar como una especie de Estado administrativo, donde las grandes decisiones, esas que tienen que ver con la estructura constitucional y que afectan al total de la ciudadanía, ya se dirimen en el comisariado político.

Y todo esto ha sucedido con el silencio cómplice de tratadistas, académicos, universitarios, medios de comunicación, el empresariado de gran capitalización y todos los demás estamentos que, en teoría, estaban llamados a funcionar de contrapeso, es decir, a jugar un papel constitucional para que no sucediera. Pero para salvar conciencias todavía creen que las consecuencias del destrozo serán, no obstante, llevaderas. Saben que son los últimos en sufrirlas.


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