Tomo el título de la espléndida película de Penny Marshall basada en un libro del gran Oliver Sacks en el que se da cuenta de los esfuerzos de un médico por hacer que un grupo bastante diverso de enfermos catatónicos recuperen la conciencia. No es una película amable, pero obliga a pensar que hay esfuerzos que merecen la pena, independientemente del éxito.

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¿A qué viene recordar una película tal cuando se supone que vamos a hablar de política? Pues la única explicación que puedo aducir es que me vino a la cabeza cuando me puse a pensar en lo que iba a escribir para Disidentia. Tal vez fuera la mera palabra, “catatónico”, lo que se asoció en mi magín con el espectáculo al que estamos asistiendo en la política nacional. Catatónico está el que puede hacer ciertas cosas, pero no tiene plena conciencia de lo que hace ni de dónde está y sus capacidades motoras están severamente limitadas. Venga o no a cuento, asocié está carencia tan básica con la situación tan estrafalaria vivida tras la añagaza de Sánchez al explicar que su conciencia moral dolida le obligaba a reflexionar largamente sobre si continuaba a nuestro servicio o se retiraba a meditar en las grandes verdades del servicio público y la ingratitud ciudadana.

Hace falta que alguien se olvide de una buena vez de repetir lo perverso que es Sánchez y empiece a hablar de que no tenemos que resignarnos a la pobreza, a impuestos cada vez más altos, a servicios ineficaces y engorrosos, a discursos demagógicos

¿Quiero decir que Sánchez está catatónico? No, por cierto, Sánchez ha demostrado un altísimo control de sus acciones que hace imposible que nadie piense que carece de conciencia, me refiero al término en su sentido cognitivo no en el sentido moral, claro. Entonces, ¿quién está o parece estar catatónico? Pues creo que eso se puede decir de una gran parte de la sociedad española, tanto la que acepta con normalidad las explicaciones sanchistas, y con ello muestra una apoteósica pérdida de conciencia, como, sobre todo, la que las considera del todo improcedentes, inaceptables, cínicas y falsas, pero espera a que se produzca alguna especie de milagro para que divinidades desconocidas nos libren de semejante tormento.

Son muchos los españoles atónitos ante el cuajo del presidente del gobierno, pero incapaces de imaginar siquiera que sea posible hacer algo para prescindir de sus peculiares servicios. Son catatónicos políticos, conservan una cierta conciencia de que algo va mal, pero vuelven como si tal cosa a sus acciones de cada día, como si nada hubiese sucedido y creen que a esto se le puede llamar normalidad.

Esta clase de catatonia política que acepta explicaciones no ya falsas de hecho sino rotundamente inverosímiles como quien soporta una tormenta, o asiste impávido al espectáculo de una violencia inaudita contra un pacífico paseante, supone una gravísima deformación política y moral. Implica, también, que esos ciudadanos creen que un mal gobierno es tan inevitable como una plaga ante lo que solo cabe el refugio y el lamento.

Quien obra así, se ha olvidado de que la democracia es un procedimiento por el que se escoge al gobierno para que actúe en nuestro común beneficio y que cuando eso no sucede no caben lamentos, sino decisiones, la primera de todas votar de tal forma que sea imposible que pueda ser reelegido, como lo ha sido hace unos meses, quien muestra una tamaña avidez de control sobre nuestras vidas y opiniones y quien se dispone a someter por las bravas a cuantos osen llevarle la contraria, de palabra o por omisión de la debida sumisión.

No hay que desestimar como alivio ante este estado de cosas el que las multitudes que han conseguido convocar Sánchez y su PSOE para manifestar su apoyo a la crisis moral que decía experimentar el presidente hayan sido todo menos incontables. Puede que éste sea un síntoma de que los que aprecian las palabras de Sánchez ya tampoco le creen, pero eso es, de omento, parco consuelo.

Esta catatonia social que nos sirve de metáfora guarda una estrecha relación con algo que viene detectando el CIS ya desde hace muchos años: que las tres primeras preocupaciones de los españoles se relacionan con la conducta de los partidos políticos y del mismo gobierno que de ellos sale. Lo que parece estar ocurriendo es que los españoles no alcanzan a ver qué es lo que podría librarnos de esa pesadilla por la que la democracia ha dejado de ser un instrumento político para el progreso real de los españoles y parece haberse convertido en un obstáculo insuperable para resolver esta situación de decadencia económica y atonía moral en la que nos encontramos.

Los españoles se dan cuenta de que mientras el gobierno repite que nuestra economía va muy bien, la suya particular es un desastre y que sus vecinos tampoco parecen vivir en Jauja. Ven que en las pescaderías no hay colas y en las carnicerías tampoco, que los malos trenes regionales van llenos porque los viajeros no pueden permitirse el coche y que eso explica que los atascos de carretera sean menos que los de hace unos cuantos años. Claro que el gobierno es seguro que atribuye este dato a la conciencia ecológica de los españoles que, mientras no lo corrija el señor Tezanos que anda un poco descuidado en este asunto, aparece como problema en los informes del CIS bastante atrás entre los asuntos que preocupan a la mayoría.

En la película de que partimos hay un médico que se empeña en ayudar a los enfermos y consigue avances significativos, aunque la naturaleza de la patología acabe venciendo a las mejores esperanzas. Frente a la catatonia social se necesitan actores como ese médico, gentes capaces de creer que hay esperanza y que no se limiten a denunciar los males que ya todo el mundo conoce, sino que intenten encontrar los remedios capaces de hacer que nos sobrepongamos al estado de postración que siempre significa la resignación a lo que parece inevitable.

La sociedad española carece de esperanzas, tiende a verlo todo como problemas y dificultades habida cuenta de que los políticos que han aupado a Sánchez a la Moncloa no saben ofrecer otra cosa que no sean palabras gastadas, gestos que invitan a la renuncia, al conformismo y a la resignación concebida como una de las bellas artes. Sánchez no deja de repetir que nadie se va a quedar atrás, pero eso implica que no hay ninguna prisa por correr, que esforzarse no vale la pena.

Hace falta que alguien se olvide de una buena vez de repetir lo perverso que es Sánchez y empiece a hablar de que no tenemos que resignarnos a la pobreza, a impuestos cada vez más altos, a servicios ineficaces y engorrosos, a discursos demagógicos que quieren ocultar con una supuesta superioridad moral su apuesta decisiva por el decrecimiento económico, el temor al apocalipsis climático y la consagración de un igualitarismo que impida cualquier estímulo, cualquier éxito, cualquier emulación.

Frente al gobierno de la resignación y las componendas con nuestros enemigos declarados necesitamos una política basada en la esperanza de llegar a ser lo que soñamos, una nación próspera y libre que sea capaz de inventar, de crear, de imaginar, de ocupar un papel protagonista entre las naciones democráticas de verdad y que no necesita un Estado cada vez más mastodóntico e ineficaz que se dedica a chuparnos la sangre con las excusas más delirantes.

¿Existe esa política? Tenemos que verla, palparla. En cuanto mucha gente se de cuenta de que hay quien es capaz de olvidarse de su lucha por el poder y se dedica seriamente a poner en marcha el plan que necesita una gran nación para recuperar nuestras fuerzas y sobreponernos a la postración en la que nos han colocado décadas de políticas miopes, no habrá ninguna falta de pedir el voto para quien sea capaz de ponerse al frente de esa nueva esperanza. Los españoles lo llevarán en volandas, pero ese líder no puede permitir que sea percibido como alguien que se limita a querer ponerse en lugar de quien nos quiere catatónicos para que no caigamos en el fraude que representa.

Foto: Dmitry Ratushny.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web