El último domingo 11 de agosto se realizaron las elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias (PASO) en la Argentina y el resultado, como no podía ser de otra manera, fue a contramano de lo que anticipaban las encuestas. Efectivamente, lejos de un escenario de paridad, la oposición al gobierno de Mauricio Macri, encabezada por la fórmula de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, lo venció en veintidós de los veinticuatro distritos para alcanzar un 47% contra el 32% obtenido por el presidente.

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De no mediar ninguna sorpresa, todo hace prever que esa diferencia se sostenga o aumente de cara a las elecciones definitivas que se realizarán el 27 de octubre. Esto implica el regreso de Cristina Fernández de Kirchner y del peronismo al poder tras cuatro años en los que los argentinos vieron disminuida su calidad de vida de manera alarmante. Como ustedes recordarán, después de la crisis del año 2001 en la que hubo confiscación de los depósitos (el llamado “corralito”), el gobierno de una alianza liderada por el centenario partido radical acabó con el presidente De la Rúa renunciando a su cargo y con una transición de casi dos años en la que se sucedieron varios presidentes, se debió decretar el default más grande de la historia y se realizó una devaluación por la cual el dólar pasó de valer un peso a valer cuatro.

Ya en 2003, el sistema de partidos que venía implosionando, dispersó los votos en la elección que llevó al peronista Néstor Kirchner a la presidencia con apenas 22%, número insólito para un sistema presidencialista. A su gobierno le sucedieron dos gobiernos de Cristina Fernández (su esposa) y durante esos doce años de mandatos kirchneristas, Argentina negoció con sus acreedores obteniendo una quita de más del 75% de la deuda y una aceptación del 93% de ellos; además creció “a tasas chinas” (al menos hasta 2011), bajó la pobreza a la mitad y mejoró en prácticamente todos los indicadores sociales y económicos.

Desde el plano de los valores, el macrismo venía a ofrecer republicanismo, diálogo, pacificar a una Argentina objetivamente partida en dos ideológicamente, y “rescatar lo que se había hecho bien sin quitarle lo conseguido a nadie”

Era el momento de florecimiento de los gobiernos de centro izquierda de la región que algunos llaman “populares” y otros, despectivamente, “populistas”. La muerte de Néstor Kirchner en 2010, un enfrentamiento con medios de comunicación opositores, el desgaste de la gestión, cierta cerrazón en el armado político, una inflación creciente, la restricción al acceso de dólares, denuncias de corrupción y una estrategia electoral equivocada hicieron que, en 2015, el kirchnerismo sea vencido por la alianza entre el poder territorial del radicalismo y Mauricio Macri, un referente de la centro derecha perteneciente a una familia de empresarios que había crecido gracias a los negocios con el Estado y que se había hecho popular por haber sido presidente del Club Atlético Boca Jrs.

Desde el plano de los valores, el macrismo venía a ofrecer republicanismo, diálogo, pacificar a una Argentina objetivamente partida en dos ideológicamente, y “rescatar lo que se había hecho bien sin quitarle lo conseguido a nadie”. En lo económico, públicamente se definió como “desarrollista” para distanciarse de la mirada neoliberal que Macri siempre defendió y que en la Argentina traía los recuerdos del ya mencionado estallido del 2001.

Una vez en el poder quedó en evidencia que se trataría de un gobierno de CEOs que incluía herederos cuyos apellidos remitían a los de las grandes familias acaudaladas y que la política iba a ser reemplazada por el branding, la big data y la ideología del emprendedorismo individualista entremezclado con una pizca de progresía new age. Una Argentina atendida, por primera vez en su historia, por sus propios dueños sin delegación alguna, una presunta “derecha moderna” posideológica que llegaba al poder a través de los votos sin ocultar demasiado lo que era y que se aprovechó de un peronismo que estaba contra las cuerdas.

Macri y el macrismo en sí mismo nunca tuvieron votos propios sino que recibieron el voto antiperonista tradicional que en la Argentina tiene un núcleo duro de entre 25% y 30%. Lo hicieron azuzando una campaña del miedo contra la figura de Cristina Fernández de Kirchner acusándola de autoritaria, corrupta y populista chavista. No es este el espacio para ahondar en las denuncias que la justicia deberá investigar de manera imparcial pero sí cabe decir que Chávez fue un aliado estratégico del kirchnerismo aunque esa relación se fue haciendo más distante con la llegada de Maduro. Sin embargo, el kirchnerismo no es chavismo ni madurismo. Asimismo, hay razones para criticar los doce años de kirchnerismo pero vincularlo con derivas autoritarias o hacerlo heredero de las guerrillas latinoamericanistas de los años 70 es un despropósito propio de quienes no entienden el policlasismo peronista con su tradicional búsqueda de diferenciarse de los liberales y los marxistas, como tampoco entendieron esa particular novedad que significó el kirchnerismo, un movimiento con base peronista y, por tanto, afincado en la doctrina social de la iglesia pero que, al menos en lo discursivo, fue hegemonizado por las retóricas urbanas de la socialdemocracia y el progresismo liberal que, aunque resulte paradójico, se ha caracterizado siempre por una prédica antiperonista.

Así, es posible discutir el proteccionismo, la apuesta keynesiana por el mercado interno con un Estado como motor y más aún es posible discutir intervenciones estatales como la recuperación de los fondos de los jubilados que se habían privatizado escandalosamente en los años 90, una ley de medios que buscaba acabar con las posiciones dominantes, la recuperación de las Aerolíneas Argentinas y los Yacimientos Petrolíferos Fiscales que estaban siendo literalmente vaciados, etc. pero, salvo desde alguna ensoñación libertariana, es difícil justificar que estas medidas en sí mismas supongan de por sí una desviación antidemocrática.

Si bien el último gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (2011-2015) fue regular en lo económico, el triunfo de Macri no fue por “un voto bolsillo” sino por una mezcla entre voto ideológico y una constante campaña de instalación de los beneficios de “cambiar”.

Sin embargo, los cambios fueron para mal: los presuntos valores republicanos, de diálogo y unidad no fueron tales y el gobierno profundizó un relato en el que el adversario político era un enemigo del sistema democrático con las consecuencias sociales, judiciales y políticas que de ello se derivan; y en lo económico los números hablan por sí solos. Habiendo heredado una inflación ya de por sí alta, de aproximadamente un 25%, el macrismo tuvo 41% de inflación en 2016, 24,8% en 2017, 47,6% en 2018 y se estima un número mayor al 50% en 2019; las tarifas que, hay que reconocerlo, el kirchnerismo había sostenido enormemente bajas gracias a los subsidios estatales, crecieron desmedidamente con aumentos que, por ejemplo, en electricidad, superan el 3000%; el salario mínimo medido en dólares que en 2015 era de 580 uss pasó a 271 uss un mes antes de la elección y hoy, tras una devaluación del 25% en la última semana, ronda los 210 uss, lo cual significa que Argentina pasó de tener el salario más alto de la región, medido en dólares, a estar anteúltimo solo por encima de Venezuela.

Se estima, a su vez, que en estos casi cuatro años de gobierno de Macri el poder adquisitivo de los argentinos ha caído entre 15 y 20% promedio y, si de devaluación hablamos, cuando Macri asumió, un dólar equivalía a diez pesos (o trece si se toma según el mercado informal); en cambio, en la actualidad, cada dólar equivale a sesenta pesos. Asimismo, bajo un paradigma monetarista y mientras acusaba al peronismo de haber creado inflación gracias a la emisión de moneda, decidió quitar pesos de la economía y financiarse con deuda en dólares. El resultado no pudo ser más desastroso: Argentina lleva casi dos años de recesión, la desocupación pasó de alrededor del 6% a los dos dígitos y la pobreza saltó de alrededor del 28% (según estimaciones privadas) a 35% (con la mitad de los niños argentinos bajo la línea de la pobreza). En lo que respecta a la deuda, se acerca al 100% del PBI cuando la que había heredado no llegaba ni al 50% y había bajado sustancialmente de aquel 150% que existía cuando se declaró el default. Asimismo se trata de una deuda que en un 75% está en dólares y cuyos vencimientos son de muy corto plazo.

Más allá de esto, Macri contó con el apoyo de los medios de comunicación, dispuso de los presupuestos de los distritos más importantes (el del Estado Nacional, el de la Provincia de Buenos Aires y el de la Ciudad de Buenos Aires), tuvo ayuda irrestricta de Estados Unidos, el sistema financiero local e internacional y el FMI, quien le otorgó el crédito más grande de la historia de ese organismo. Y sin embargo casi la mitad de la ciudadanía eligió al candidato de la oposición que alcanzó una unidad gracias a una estrategia muy particular. Es que Cristina Fernández de Kirchner tuvo siempre la centralidad política, siendo gobierno y siendo opositora. Pero el piso y el techo de sus votos eran similares y la condenaban a la peor encrucijada: ser siempre competitiva electoralmente pero ser incapaz de alcanzar entre el 40% y el 50% de los votos necesarios para triunfar. ¿Cómo lo resolvió? Convocando a Alberto Fernández, un exjefe de gabinete de su gobierno que había renunciado al mismo y que había sido opositor a ella durante los diez años posteriores. Alberto Fernández no tenía votos propios pero sí buen diálogo con referentes políticos distanciados con el kirchnerismo y eso hizo que detrás de él se posicione todo el peronismo en un giro hacia el centro del espectro ideológico.

Pero las elecciones en Argentina son también muy importantes para la región por el peso específico que tiene este país y porque estaba en juego la profundización de un giro hacia la centro derecha que se había iniciado, justamente, con el triunfo de Macri en 2015 y que luego había continuado con la “derrota” de Correa en Ecuador -quien llevó al poder a su principal perseguidor-, la caída de Lula y el PT en manos de una feroz derecha conservadora en Brasil, el regreso de Piñera en Chile y el aislamiento casi total de Maduro en Venezuela.

Más allá de que Alberto Fernández exprese, a priori, una visión más moderada de la del kirchnerismo original, el freno a Macri, el triunfo de López Obrador en México, la caída en la valoración de Lenin Moreno y los escándalos en Brasil en torno a presuntas operaciones para encarcelar de manera injusta e irregular a Lula, plantean un escenario en el que es imposible visualizar una hegemonía ideológica como la que hubo a nivel regional en los años 80 posdictaduras (con gobiernos socialdemócratas), en los 90 (con gobierno neoliberales y conservadores) y en los primeros 15 años del siglo XXI (con gobierno populares de centro izquierda).

El giro en la Argentina parece ya un hecho como también lo es el enorme condicionamiento con el que asumirá un gobierno que deberá renegociar inmediatamente con el FMI un estiramiento de los plazos y que pretende poner dinero en el bolsillo de los argentinos en un escenario particular en el que se conjugan recesión y una inflación con riesgo de espiralizarse.

En lo que respecta a la región, la situación es menos clara y para aportar algo de confusión, Diosdado Cabello (eventual número dos del gobierno venezolano) le advirtió a Alberto Fernández (quien se despegó del gobierno de Maduro) que los votos que lo llevarían a la presidencia no son de él sino de Cristina Fernández; mientras que Jair Bolsonaro amenazó con salir del Mercosur si los Fernández llevan adelante políticas “de izquierda”. La falta de moderación y sensatez sumada al empate hegemónico de la región anticipa un escenario completamente abierto para los próximos años. Al fin de cuentas, no resulta algo demasiado distinto a lo que sucede en el resto del mundo.


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