Iván Redondo despierta una admiración sin aristas. Su inteligencia descuella sobre las demás, y quienes le han conocido no dejan de señalarlo. “Nunca he tenido a un alumno más brillante que Iván”, reconoce otra Rosa Díez. “Tiene una enorme intuición y una capacidad de trabajo asombrosa”, dice Iñaki Oyarzábal con asombro a Manuel Jabois. Los políticos abren la boca y los ojos ante su nombre. Casi se palpa su emoción. Parece ver el fondo del río de aguas turbias que separa a la opinión pública del acceso al poder, y Redondo fuera el único hombre capaz de vadearlo.

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Muestra una humildad sin igual. ¡Y qué joven es! ¡Qué futuro le espera! Aunque yo creo que después de llevar al poder a Pedro Sánchez, alguien con la inteligencia de un maniquí y una honradez sólo comparable a la del vicepresidente Iglesias, ya no puede ir mucho más allá. El currículo de Redondo se engrandecerá con consejos de administración de grandes empresas, cursos de comunicación política en escuelas de negocios, y la creación de una gran fundación que alertará sobre los peligros del cambio climático y la corrupción política. Con los medios de comunicación a sus pies. En realidad, quien le ha definido con acierto sin el asombro y la emoción de sus potenciales clientes, es Javier Benegas.

Por todo ello, se me hacen fríos los elogios que recibe el analista político. Todavía no ha recibido en España el reconocimiento que merece. Sí, se ha abusado del tópico de Maquiavelo, y el de los hilos colgando de sus dedos. Pero lo interesante de Redondo es que observa la política como un geólogo el movimiento de las placas tectónicas. O, más bien como un etólogo. Ve la política con un realismo sin contemplaciones. Es, siempre lo ha sido, un juego en el que unos viven a costa de otros, y quien decide los premios es quien ejerce el poder. El objetivo es alcanzarlo y controlarlo. Es un juego sucio, y hay que revestirlo de justicia social, progreso, cuidado del medio ambiente y demás señuelos. Y encajar el dramatis personae en un esquema muy sencillo de buenos y malos; algo que pueda expresar un contertulio con cierta soltura, y que pueda entender cualquiera viendo un telediario.

Tenemos que hacer el esfuerzo de desembarazarnos de toda la hojarasca ideológica que viste al poder para ocultarnos lo que es: un reparto masivo de renta y riqueza a cambio de apoyos políticos a quien ejerce ese poder

Los términos del juego son esos. El acceso y el uso del poder, el manejo de la maleada opinión pública, el apoyo en ciertos grupos organizados y sectores cuyo coste no sea muy oneroso, y poco más. Define la política como “el arte de lo invisible”, en una reciente entrevista. Lo invisible es la política, ciertamente. Es lo que oculta la cancamusa de la comunicación política, de las ideologías que muestran qué grandes objetivos se pueden lograr desde el Estado, si están las personas adecuadas.

Dice en el mismo sitio: “Hemos acabado con los contrapoderes y los compartimentos estancos”, en referencia al funcionamiento de la Moncloa. Así de fácil. No ha tenido que recurrir a describir un “Estado profundo”, como ha hecho la derecha estadounidense. Un poder libre de condicionamientos, que gire en el vacío para moverse sin obstáculos. ¡Sin contrapoderes, es decir!

La información del diario El País es un retraso en el que no sólo se oye su voz. Una de ellas desvela alguno de los elementos de la estrategia de Redondo. Cuando habla de las iniciativas legislativas que se sucederán en la legislatura, precisa que tratarán “asuntos como la guerra cultural y la reforma de la Constitución”. La guerra cultural lleva a fijar los lindes de lo que es políticamente aceptable, para dejar fuera de juego a la España que no les vota. Y la reforma constitucional supone cambiar las reglas del juego, de nuevo para expulsar a una parte de la sociedad española.

Desde este lado, del lado del ciudadano, tenemos que hacer el esfuerzo de desembarazarnos de toda la hojarasca ideológica que viste al poder para ocultarnos lo que es: un reparto masivo de renta y riqueza a cambio de apoyos políticos a quien ejerce ese poder.

Pero ¿no falta algo? Falta, en todo esto, la comunidad política. Falta España. Falta tener en cuenta que hay valores que deben primar antes que la pura conveniencia política, como es la convivencia, la amistad civil, el respeto a cada uno independientemente de cuáles sean sus ideas. Falta la atención a los intereses de la mayoría de los ciudadanos a largo plazo. Faltamos los ciudadanos.


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