En los tiempos oscuros que vivimos son necesarias pequeñas alegrías. Necesitamos alguna válvula que nos permita ir evacuando las tensiones que suma la situación política y sanitaria al ya de por sí estresante día a día. Si bien el tópico dice que no somos máquinas, lo cierto es que las máquinas se recalientan o se sobrecargan y están fajadas de lubricante o plagadas de purgadores y aliviaderos. La vida tiene siempre dos caras inseparables. Eros y thánatos. Tensión y relajación. No hay una sin la otra así que vivimos condicionados por ese movimiento pendular.

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Supongo que por eso me emocioné como un niño, podría pensarse que más de la cuenta – la verdad, no había testigos – viendo estos días pasados los videos del gol de Iniesta en la prórroga a aquellos holandeses broncos y leñeros que supuso a la postre la única estrella que luce la camiseta española que distingue a los que han ganado un campeonato del mundo de fútbol. Por si se lo preguntan también me encanta que gane Rafa Nadal o el equipo de NBA en el que juega un español. Vibré con Perico Delgado o Induráin y me gusta ver en los periódicos que españoles de aquí y allá que se forran vendiendo startups a Google o siendo el hombre más rico del mundo. No puedo evitarlo, como por otra parte, es natural.

La oxitocina, la educación y el trato con nuestros congéneres crea lazos difícilmente disolubles. Primero la familia y posteriormente los amigos y otros entornos de colaboración, como el laboral o el equipo de fútbol-sala, nos enseñan que uno más uno pueden sumar tres o cuatro, si somos capaces de trabajar conjuntamente, empujando todos en la misma dirección.  Empatizamos y entendemos su ausencia como algo patológico, enfermizo. Todos queremos ser parte de algo, lo necesitamos para desarrollarnos plenamente como seres humanos. Es una sensación reconfortante rodearse de gente que siente o piensa de manera similar.

Si la pertenencia a un grupo, nación o tribu es más relevante que la búsqueda la verdad, de la eficiencia o de la economía de escala, estamos condenados a la extinción. Seremos la mujer maltratada que defiende a su maltratador, el votante de Bildu que disculpa los Años de Plomo o la Dina Bousselham de Pablo Iglesias

Sin embargo, todos somos individuos, únicos e irrepetibles. De hecho, las economías de escala que se derivan de la colaboración tienen que ver en gran medida con el hecho de que lo que nos hace distintos se complementa, nos completa y, por lo tanto, nos potencia elevando la suma de nuestras fuerzas no de forma aritmética, sino geométrica o incluso exponencial. Consecuentemente despreciar sistemáticamente la diferencia y la individualidad produce efectos negativos en la colaboración entre personas. Además, la interacción pacífica con otros individuos nos facilita mucho la existencia y nos permite centrarnos en aquello en lo que somos más eficientes, produciendo mayor valor añadido y por ello mayores posibilidades de intercambio. La dualidad de la existencia es absolutamente patente de nuevo, puesto que somos gregarios como parte de un proyecto grupal o en una mera compraventa, pero aportamos nuestra propia especificidad para llevar todo ello a buen fin. Por cierto, que no hay que ver todo esto solo en términos monetarios. La economía también habla – mucho más de lo que cree la mayoría – de satisfacción, de sentimientos o relaciones interpersonales.

Ahora bien, puesto que las necesarias relaciones con otros no son perfectas y surge con frecuencia el conflicto, entendemos que es necesario dotarnos de ciertas reglas que nos permitan superar los obstáculos que pudieran surgir por nuestra interdependencia. Si pretendemos que nuestras colaboraciones sean fructíferas o, dicho de otra manera, que nuestra vida en un espacio común sea satisfactoria, generando recursos monetarios o sentimentales suficientes no hay más remedio que plantear la cuestión respetando las singularidades de cada uno, de otro modo estaríamos eliminando capital humano que puede ser útil para transformar la suma en progresión. Cuando hablamos de vida, propiedad y, en definitiva, de Libertad simplemente estamos diciendo que es estúpido desperdiciar recursos que pueden ser valiosos para el conjunto de la sociedad. Imaginen que alguien hubiera descartado a media selección porque eran muy bajitos.

Esta sandez es la que hacen constantemente los colectivistas, fraccionar y enfrentar. Tan estúpido es segmentar por altura, como por sexo, color o procedencia social o territorial. Ya les digo yo que Tyrone Bogues triunfó en la NBA con sus ciento sesenta centímetros de estatura, incluyendo noches memorables en varios concursos de mates, antes de que alguien diga que para jugar a baloncesto hay que ser muy alto. Nuestras condiciones iniciales pueden ponernos las cosas difíciles, sin duda, pero se pueden ganar muchas manos de Texas Hold’em con un dos y un siete. Tampoco olviden que, como seres empáticos y sociales, entendemos la solidaridad de forma instintiva.

Es necesario tomar cierta perspectiva. La supervivencia requiere de eficiencia y ésta precisa de colaboración. Los lazos afectivos necesariamente aparecen en el roce y en ocasiones se pierde la perspectiva racional. Racionalmente la Libertad es imprescindible, como ya hemos puesto de manifiesto. Ningún grupo es superior a otro, siempre y en todos los campos por lo que debe existir una necesaria permeabilidad. La posibilidad de cambio, modificación y rotura ha de ser constante para poder sumar fuerzas o restar rémoras. Este es otro de los ingredientes de la intrincada receta de la eficiencia. Las parejas, los amistades o las sociedades anónimas se rompen, para mal a veces, pero en multitud de ocasiones para bien. Pueden incrementar el número de individuos en el grupo y la regla no dejará de ser cierta.

Si el punto de partida para no perder recursos debe ser indefectiblemente el individuo y no el colectivo, el pensamiento racional no puede desdeñarse. Si la pertenencia a un grupo, nación o tribu es más relevante que la búsqueda la verdad, de la eficiencia o de la economía de escala, estamos condenados a la extinción. Seremos la mujer maltratada que defiende a su maltratador, el asesor que gira la cara ante el latrocinio de su alcalde porque espera un carguito que nuca llega, el votante de Bildu que disculpa los Años de Plomo o la Dina Bousselham de Pablo Iglesias. Individuo y razón son los cimientos de la Ley.

Mirando a nuestro alrededor comprobaremos que la construcción de sociedades sobre la estructura adecuada tiene como consecuencia una atomización administrativa, bien sea a través del federalismo o del municipalismo, bien sea mediante Estados pequeños. No creo que haya un solo camino, y por lo tanto un solo nombre, para alcanzar cualquier meta en la vida, tampoco para minimizar el poder, que hoy viene en forma de colectivistas que plantean la organización social anulando al individuo y apelando al sentimentalismo. Si los cimientos han de ser los que son, porque no queda otra, los resultados a los que se llega tampoco tienen vuelta de hoja.

¿Quiere esto decir que debemos eliminar el sentimiento de adhesión a la nación o al país? En absoluto. Vistos los partidos de la selección suiza o islandesa, sus paisanos animan con el mismo ahínco que los nuestros, muchos rednecks americanos, dicen amar a su país mientras desprecian al gobierno federal y por supuesto, en todo esto que escribo hay una firme voluntad de vivir en la mejor de las Españas posibles, lo cual significa que si el primer ministro holandés, Mark Rutte, nos da un sopapo económico y el consejo más adecuado para salir de la crisis, yo para esto voy con Holanda por muchas patadas que soltara De Jong en Johannesburgo, porque resulta que ahora y para estos menesteres Holanda está jugando en nuestro equipo. No se trata de separar sentimiento de la razón. Cuando separas el anverso del reverso de una moneda, obtienes dos monedas con su anverso y su reverso cada una. Somos individuos y somos parte de algo, siempre y en cualquier momento. Se trata de ser capaces de saber cuando elegir cara y cuando cruz.

Foto: Pool Moncloa / Fernando Calvo


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