La situación actual de España no es simplemente preocupante; es preagónica. El Estado de derecho ha sido perforado como un queso gruyère, la separación de poderes es casi decorativa, y la opinión pública, amordazada por redes clientelares, chantajes emocionales y una oposición que hace tiempo que se rinde antes de luchar. Pero si algo ha quedado claro es que el proyecto autoritario de supervivencia personal de Sánchez no tiene límites. Y por eso mismo, también tiene fecha de caducidad. Lo verdaderamente importante es qué haremos cuando eso ocurra. Cómo reconstruiremos.
Reconstruir no es «volver a empezar» como si nada hubiera pasado. Es partir del reconocimiento de que algo muy grave ha pasado y que el simple cambio de nombres o de siglas de ningún modo será suficiente. Para que España sea una democracia funcional se requiere un programa audaz de reconstrucción institucional. Un programa que no se limite a maquillar, sino que reconfigure. Empezando por lo obvio: restaurar la separación de poderes. La Fiscalía General del Estado debe dejar de ser un apéndice del Gobierno, porque en realidad es eso: la Fiscalía General del Gobierno. Su elección debería corresponder al Consejo General del Poder Judicial y ratificarse en el Parlamento por una mayoría reforzada, con perfiles que aseguren independencia y profesionalidad. Lo mismo con el propio CGPJ: sus vocales no pueden ser elegidos por los partidos, sino por y entre jueces. Y los decretos-ley, convertidos en arma legislativa permanente, deben volver a su condición de excepción.
Incluso el mejor programa político fracasará si no va acompañado de un cambio en la cultura del ciudadano común. No se trata sólo de leyes: se trata de mentalidades
Todo esto no tendrá sentido sin una despolitización radical del aparato del Estado. Es imprescindible auditar el número de asesores, altos cargos, fundaciones paralelas y demás extensiones de la corte presidencial. Quien aspire a gobernar deberá comprometerse a prohibir durante al menos diez años cualquier puerta giratoria que permita a un ministro pasar de gestionar a beneficiarse de posibles tratos de favor. Y de paso, reducir el número de ministerios, direcciones generales y estructuras clientelares que no aportan sino un gasto siempre creciente.
La reforma electoral también es urgente. Las listas cerradas convierten al diputado en un representante del jefe de partido, no del elector. Necesitamos listas abiertas, en circunscripciones más reducidas, que devuelvan al ciudadano la posibilidad de elegir directamente a sus representantes. Hay que penalizar el transfuguismo y limitar los mandatos. Nadie debería hacer de la política una ocupación vitalicia, y menos a costa del contribuyente.
Las instituciones deben ser blindadas frente al uso partidista. El Congreso no puede seguir siendo una extensión de la voluntad del Ejecutivo. Debe ser su fiscalizador. Hace falta una reforma de su reglamento para impedir bloqueos sistemáticos, el uso cosmético de las comisiones y la instrumentalización de la Mesa. El presidente del Gobierno debería estar obligado a comparecer cuando haya indicios graves de corrupción en su entorno directo, sin posibilidad de esconderse tras ruedas de prensa sin preguntas.
También es necesaria una revolución fiscal. La relación entre el ciudadano y el Estado no puede reducirse a un expolio justificado mediante vaguedades ideológicas. La transparencia en el destino del gasto público debe ser absoluta. El contribuyente tiene derecho a saber en qué se emplea cada euro y por qué. Debe poder exigir, mediante los oportunos mecanismos, la revisión de esos gastos en todo momento, no sólo cuando se detecte un abuso.
Pero incluso el mejor programa político fracasará si no va acompañado de un cambio en la cultura del ciudadano común. No se trata sólo de leyes: se trata de mentalidades. Mientras el votante siga viendo en los partidos proveedores de favores y no gestores temporales, la democracia seguirá siendo fácilmente desbordable. La rehabilitación del civismo empieza en la educación: no en el adoctrinamiento emocional, sino en la formación en los principios constitucionales, en la idea de libertad, responsabilidad y legalidad. La ciudadanía debe educarse en la exigencia, no en la prodigalidad del poder.
También necesitamos valentía cultural. La libertad de expresión ha sido sustituida por dogmas dictados desde platós, universidades y redes sociales. Hay que recuperar el debate racional, el valor de disentir, la idea de que la verdad importa más que la narrativa. Frente al sentimentalismo tribal, la razón crítica. Frente al culto a la identidad, el rescate del individuo responsable.
Por último, necesitamos ciudadanos que asuman su parte. No basta con indignarse, aunque sea con motivo. Hay que informarse, contrastar, votar con criterio, exigir cuentas. Dejar de esperar salvadores y empezar a comportarse como adultos. Porque la responsabilidad hecha carne en cada uno es la condición previa de cualquier vida en libertad. La principal garantía de una nación libre no son las leyes, sino su capacidad de producir ciudadanos que aprecien y sepan conservar esa libertad.
Es posible que, como en la Suecia del siglo XVIII, la Gran Bretaña de los 70 o la Argentina reciente, España necesite tocar fondo. Quizá haga falta que la amenaza deje de ser retórica y se haga carne, que el ciudadano note en su cuenta corriente, en su salud, en la educación de sus hijos, en definitiva, en su propia casa que el sistema ha colapsado. Entonces, y solo entonces, habrá energía suficiente para un cambio real. Pero para cuando ese momento llegue —y, de una forma u otra, llegará— debemos tener algo preparado. Una alternativa clara, articulada, convincente y valiente.
Cuando el narcisista caiga, no bastará con celebrar su caída. Deberemos saber qué hacer con los escombros. Y, sobre todo, qué construir sobre ellos.
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