¿Debemos imponer la vacunación a todo el mundo? Desmintiendo el dictum de Antonio Escohotado de que de la piel adentro mandamos nosotros, son muchos (es decir, más de uno), los que defienden que el Gobierno nos debería imponer una vacunación contra la covid, volis nolis.

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Italia y Austria ya lo han hecho. Haber nacido hace medio siglo o más hace que pierdas el derecho de decidir si no te quieres vacunar. En los Estados Unidos la Administración Biden ha seguido otro curso de acción; se ha servido de las grandes corporaciones para colocar a sus empleados entre la vacunación y el despido. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha sancionado la vacunación obligatoria de los empleados de los servicios sanitarios públicos, pero en la misma decisión, del pasado 13 de enero, ha dejado sin efecto el mandato del presidente de mandar al paro a los trabajadores no vacunados de empresas de cien o más empleados.

La alternativa a la invasión de la piel por ley es el hostigamiento. Emmanuel Macron va a emmerder la vida de quienes no se vacunen. Si yo fuera francés, con el pinchazo o sin él, me sentiría muy incómodo. ¿Qué está dispuesto a hacer el presidente con los ingentes recursos del Estado contra una parte de la población? Cuando acabe con ellos, ¿estaré yo en el siguiente grupo de los enmerdados por Macron?

No resulta descabellado pensar que, al igual que quien tiene una gorrita oficial adquiere de súbito una sensación de autoridad, puede que el poseedor de un certificado, también oficial, se crea invulnerable y relaje su comportamiento

Hay otras formas de atosigar a los no vacunados, como la de exigir un certificado de vacunación para hacer una vida normal. Esta mezcla de invasión de la privacidad e interferencia en la vida cotidiana me hace pensar: Quienes lo proponen, ¿conocen bien la historia del siglo XX?

No está claro por qué quienes están protegidos por la vacuna deben temer a quienes no lo están, y no al revés. Item plus, no resulta descabellado pensar que, al igual que quien tiene una gorrita oficial adquiere de súbito una sensación de autoridad, puede que el poseedor de un certificado, también oficial, se crea invulnerable y relaje su comportamiento.

Pero vamos con las prohibiciones. Los economistas, unos señores y señoras que tienen talento para poner nombre formal a las manifestaciones más prosaicas del actuar humano, llaman “externalidades” a las consecuencias sobre otros de lo que hacemos. La vacunación es un caso de libro. Si alguien se vacuna, limita las opciones de ser contagiado, y por tanto las de contagiar a sus convecinos.

Pero eso no da derecho al resto a obligarle al pinchazo. Podemos llamarle egoísta, por anteponer sus cuitas a las nuestras; todo el mundo va a lo suyo, menos yo, que voy a lo mío. O podemos tratarle como un apestado, que es el último hallazgo de la moral urgente del hombre actual. Con todo, yo no correría a hacerlo, y probablemente el lector no lo haga si tiene la paciencia de llegar a las últimas palabras de este artículo. Pero ¿obligarle a inocularse algo en su cuerpo por nuestro bien? ¿Con qué derecho?

Este lado del debate ha de tener en cuenta que las vacunas contra la covid no evitan el contagio ni la transmisión, por lo que las externalidades lo podemos dejar para otro momento. Pero hay otras razones que alimentan el estereotipo del insolidario subcutáneo. La eficacia de las vacunas aplacando la enfermedad está más que probada. Por eso yours truly se ha vacunado dos veces, y mira en el calendario cuándo le toca el tercer pinchazo. También he considerado que los efectos secundarios de la enfermedad parecen más peligrosos que los de la vacuna, aunque vaya usted a saber. Pero el mejunje evita que el colapso sanitario, o lo limita, y sobre todo hace que el recuento mortal sea más corto.

Y este es el segundo gran argumento. A las unidades de cuidados intensivos llegan numerosos pacientes no vacunados que, de haber tomado otra decisión, no estarían pasando ese mal rato, no estaría su vida en juego, y no acapararían unos recursos que podrían quedar liberados para otros usos. El colapso sanitario es una oleada de urgencias, en la que otras necesidades que podrían haber sido atendidas tienen que esperar. ¿Cuántos de los otros pacientes que no se llegaron a atender han perdido un jirón de su salud, o su vida?

¡Ya tenemos el argumento definitivo! Puede que los recalcitrantes sean como los alien de la serie Los invasores, indistinguibles del resto de la población terrena (salvo por el dedo meñique, o por el certificado covid), y todos contagiemos lo mismo, o parecido. Pero aquí no tienen escapatoria: por su comportamiento abarrotan las UCI, acaparan recursos, y suman carga de trabajo a unas plantillas agotadas.

Y realmente es así. No pincharse puede resultar en un coste importante, en dinero, recursos y personal, cuyo coste no recae en ellos; se reparte entre todos los españoles. Esa lógica es la que está detrás del anuncio de Alemania de que les hará pagar más a la Seguridad Social que los vacunados.

La lógica es inapelable. Lo que nadie dice es que esa misma lógica se aplica al conjunto del sistema sanitario público. El sistema ofrece todos sus servicios de forma incondicional, y su coste no está vinculado al uso. Ese coste se reparte sobre los hombros de los españoles, en proporción exacta a su contribución fiscal.

Ante esta situación, quien adopte comportamientos que atenten contra su salud no asume el coste de hacerlo. Uno puede comer como un campeón, llevar una vida sedentaria, fumar, adoptar comportamientos extremos o arriesgados, y en ningún momento tiene en mente que eso le puede resultar gravoso económicamente a él o ella. El coste, como digo, está desvinculado del comportamiento.

La prevención es más efectiva y más económica que la cura. Y en esa prevención están también los comportamientos de cada uno. No sólo la vacunación. El resto de hábitos que contribuyen a una vida saludable, no sólo tienen los efectos esperados, sino que suponen una menor presión sobre el sistema sanitario.

Por eso la sanidad pública favorece la irresponsabilidad, y por eso contribuye a empeorar la salud pública, a malgastar los recursos y a aumentar el gasto público. ¿A cuántos expertos en obligarnos a todos a vacunarnos los hemos oído aplicar su razonamiento al conjunto del sistema? Pues eso.

Foto: Mika Baumeister.


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