Habrá piense que es por vanidad, que el pensamiento es quizá la única parcela de Libertad que, con los sesgos propios de cada uno, nunca podrán arrebatarnos. Lo cierto es que en casi todos mis perfiles públicos tengo por costumbre citar que soy ingeniero, industrial para mas señas. No creo que sea el caso. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que los estudios que uno cursaba en la universidad imprimían carácter, como si de un sacramento se tratara y moldeaban la personalidad de quien iba aprobando asignaturas, convirtiendo un título y un diploma en un rasgo más del carácter de cada exalumno. No sé si esto seguirá siendo así, pero lo en los que pasan de los cuarenta ser caminero, aparejador o arquitecto está en la misma estantería que ser simpático o antipático, soberbio o humilde. Es parte indisoluble de cada cual y pasados los años no se sabe a ciencia cierta si uno nace o se hace.

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Para aquellos que nos vemos obligados a hacer que las cosas funcionen, porque es así como nos ganamos la vida, resulta chocante y desconcertante el entorno social y político en el que nos movemos en la actualidad. Rodeados por un universo de personajes, no pocos, que se empeñan en proveernos de soluciones que no funcionan para resolver problemas que no existen en la realidad o que nos son tal cual nos los plantean. Supongo que el pesimista irredento tampoco no puede entender por qué hay quien va con la sonrisa en la cara todo el puñetero día, con lo mal que está todo.

Si había hombres que golpeaban a sus mujeres y era necesaria una Ley Integral de Violencia de Género, esta que tenemos no ha conseguido que el problema cese. Simplemente hemos aumentado los costes que soportan nuestras cuentas corrientes. Hay miles de ejemplos más

La cruda realidad es que la vida no está exenta de inconvenientes y complicaciones. Qué les voy a contar a ustedes, sufridos contribuyentes, que pagan el recibo de la luz más caro de la Historia en un país con un paro estructural que no baja del 15% y un gobierno empeñado en lanzarnos por el precipicio de la miseria. Pero estos obstáculos pueden salvarse y hay quien los ha salvado en muchas partes del mundo, por lo que entenderán el asombro que causa en alguien como yo que el que repite machaconamente que esos problemas están ahí aplica sistemáticamente soluciones erróneas cuando tiene la posibilidad de hacer algo. No cabe duda pues, que se cumple la máxima de Marx, de Groucho. Estos que están no han venido a solucionar nada, toda vez que no aplican nunca las soluciones que en otras partes han acabado con los problemas que no cesan de señalar.

En la práctica los fundamentos que se aplican son relativamente sencillos. Las soluciones no han de ser tendentes a resolver problemas sino a conseguir votos y aumentar el gasto. Esta es la máxima que mueve el sistema. Son las reglas del juego con las que contamos. Es mejor cronificar la enfermedad y seguir dándonos un tratamiento que nos mantenga atados a sus pastillas, que amputar el tumor y dejarnos libres y sanos.

Sobre esos fundamentos se asienta perfectamente la consabida práctica del “sostenella y no enmendalla”. Si el gasto social aumenta año tras año podemos comprar el argumento oficial, «esto ocurre porque hay más personas atendidas», o ver la realidad tal cual es, es decir, que se han aumentado las personas dependientes de la paguita y que la política social ha fracasado. Si había hombres que golpeaban a sus mujeres y era necesaria una Ley Integral de Violencia de Género, esta que tenemos no ha conseguido que el problema cese. Simplemente hemos aumentado los costes que soportan nuestras cuentas corrientes. Hay miles de ejemplos más. Cualquier ingeniero que pretenda poner en marcha un artilugio del tipo que sea sería despedido al instante si se comportara de la misma manera. Es necesario hacer un diagnóstico correcto para poder aplicar el tratamiento adecuado.

Ahora bien, quienes gobiernan son hijos de nuestra sociedad. Se educaron en los mismos colegios que el resto de nosotros. Vieron la misma televisión. Jugaron con los mismos juegos. No cabe perder de vista este extremo porque significa que de alguna manera todos tenemos nuestra parte de culpa en el asunto, al menos por omisión o consentimiento.

Si todos, sin excepción, populistas y centristas, moderados de todo pelaje y extremistas de cualquier calaña, practican el diagnóstico erróneo para aportarnos soluciones liberticidas, es fácil llegar a pensar que todos nos movemos dentro de esos parámetros en nuestra vida diaria… y, en realidad y por desgracia, es exactamente lo que ocurre.

No digo que todos y cada uno de nosotros hayamos de plantear la solución a los males del mundo. Nada más lejos de mi intención. Lo que ocurre es que tendemos con demasiada frecuencia a dejarnos llevar y creer en lo que nos es más cómodo o directamente ignorar el problema, porque, sin duda, es mucho más confortable. De otra manera podríamos oír un murmullo de fondo, sordo pero constante: tenemos problemas sistémicos, puesto que nuestro sistema no hace más que alumbrar sanchidades, casadeces o abascaladas. El espectro político no es, en definitiva, la enfermedad, es tan solo el síntoma.

Mientras no tengamos esto claro de forma mayoritaria, no dejaremos de parir cabestros que solo sirven para guiar a los toros bravos hacia la muerte segura del que no se ha dejado torear. Dicen los taurinos –no lo soy en absoluto– que el toro bravo se hubiera extinguido si no existiera la lidia. Créanme que los hombres libres en nada se asemejan a un astado, y por eso es tan sangrante ver como muchos van, una y otra vez, hacía el engaño, a recibir las banderillas en todo lo alto y finalmente la estocada o el descabello. No comprenden el problema y embisten, o quizá acaban por comprenderlo y en ese momento, en lugar de abandonar la plaza y correr libres por el campo, se ponen el traje de luces, pero con todas las sombras del mundo.

Foto: Mathieu Stern.


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